Un monosílabo cambió la historia de Estados Unidos el 1 de diciembre de 1955. Esa mañana, una costurera negra se negó a ceder su asiento a un hombre blanco en un autobús de Montgomery (Alabama) y transformó el país. Un simple no hizo temblar los cimientos de una estructura racista perfectamente definida en la nación más compleja de la Tierra. Antes había sido el infierno y después llegó una lucha que dura demasiado tiempo. Pero ese episodio fue un punto de inflexión. La policía detuvo a Rosa Parks -la ley estipulaba que los negros debían ceder el asiento a los blancos- y los ciudadanos negros inauguraron una protesta sin precedentes: un boicot al sistema de autobuses que arruinó a la compañía en 381 días. La huelga terminó con la decisión del Tribunal Supremo de abolir las leyes racistas que separaban a blancos y negros en los espacios públicos del sur de EEUU. «No sabía lo que iba a ocurrir, pero estaba harta. Tenía 42 años y no soportaba más abusos», matizó Parks años después.

Las periodistas Jodi Kantor y Megan Twohey tampoco sabían qué iba a ocurrir el pasado 5 de octubre cuando se publicó su reportaje titulado Harvey Weinstein pagó durante décadas para ocultar sus abusos sexuales en el periódico The New York Times. Pero sí sabían que cada párrafo era una bala contra los órganos vitales del productor de cine más poderoso del mundo. Pese a la consistencia del texto y los testimonios era imposible determinar el alcance de sus influencias o el número de bocas que podría seguir tapando con billetes de dólar y botellas de Möet. Pero no hubo clemencia para el depredador sexual más salvaje de la historia del cine.

La actriz Rose McGowan -que aparecía en el texto como una de sus víctimas- suscribió cada palabra del texto y el patrimonio de Weinstein no pudo cubrir sus hazañas. McGowan fue la primera pero no la única. El texto desató un efecto dominó sin precedentes, decenas de víctimas de Weinstein entonaron el #MeToo y el #TimesUp y no hubo clemencia para el hombre que decora los títulos de créditos de las películas más importantes de Hollywood de los últimos 40 años. Una vez más, las palabras cambiarían la historia.

La ecuación sexo, poder y dinero es casi infalible. Pero Weinstein olvidó la variable de la indignación femenina en una situación que todavía es de flagrante desigualdad pese a la conquista de la sexualidad y la maternidad y del asalto a la universidad y el mundo laboral, últimos episodios de la larga revolución feminista iniciada hace un siglo por las sufragistas. La cascada de acusaciones culminó con su destitución en su empresa y su caída en desgracia funcionó como resorte para hacer estallar un sistema de abusos sistemáticos en el epicentro de Hollywood con testimonios de actrices poderosas como Angeline Jolie, Gwyneth Paltrow, Cara Delavigne o Mira Sorvino.

Las réplicas del seísmo se sintieron en todo occidente. Y el grito sectorial se convirtió en el eco de millones de mujeres anónimas contra el machismo, el abuso de poder y la discriminación. «El interés del movimiento #MeToo es que ha elevado el acoso de problema individual -donde la víctima debía zafarse como pudiera- a problema estructural o político. Un cambio en el discurso que traslada la responsabilidad de la víctima al acosador y envía un mensaje a las mujeres: ningún hombre tiene derecho de pernada, no tienes por qué tolerarlo», explica Laura Nuño, directora de la cátedra de Género en la Universidad Rey Juan Carlos. «Parece que, por fin, el culpable es culpable y la víctima deja de ser culpable por ser víctima».

Es inevitable preguntarse por qué ahora sí sin caer en el escepticismo. Es legítimo dudar sobre si esta revolución es estética o histórica. Los datos de la ONU revelan que un hombre asesina a una mujer cada 10 minutos; el salario medio bruto de las mujeres es un 16,3% inferior al de los hombres en Europa, según la Comisión Europea, y, el último estudio de la Organización Mundial de la Salud, concluye que una de cada tres mujeres ha sufrido violencia sexual en algún momento de su vida. Pero es indudable que hay elementos para creer.

El concepto feminismo se ha sacudido -por fin- el lastre del anacronismo y es reivindicado tanto por hombres como por mujeres, tras una época en la que incluso muchas de ellas lo consideraban una etapa superada; la búsqueda de la palabra feminismo se han incrementado en más del 70% en el 2017, según el diccionario estadounidense Merrin-Webstet y, lo más importante, la sociedad reclama una agenda política a la altura de las circunstancias.

«Quizá el movimiento feminista no se mantenga en este punto tan álgido, pero ha sentado precedentes. Hace meses era imposible pensar en derribar a una persona con tanto poder y ha ocurrido. Se ha demostrado que es posible. Y en España hay una buena base histórica: somos pioneros en leyes contra la violencia de género y sobre el aborto, y el derecho a la igualdad salarial está recogida en el artículo 35 de la Constitución». El periodista Javier Gallego lamenta que la izquierda esté desaparecida en combate pero cree que una sociedad con conciencia conseguirá cambiar el paradigma y la agenda política.

En España todavía no se ha señalado a ningún intocable. El escándalo Weinstein no ha tenido réplica con nombres propios en ningún sector artístico. La coincidencia temporal con el caso de la Manada ha rebajado el fenómeno #MeToo a golpe de titular. La gravedad de los hechos ha provocado que España haya focalizado la rabia en ese caso sin dejar de mirar a la meca del cine.

«El #MeToo nacional ha sido el caso de la Manada. El intento de criminalización de la víctima por parte de la defensa de los imputados ha enfurecido a una sociedad harta y demostrado que los ciudadanos vamos por delante de la agenda política. El cambio se está produciendo», concluye la periodista y escritora Lucía Litjmaer.