El 14 de abril del año pasado, Prince volvía de ofrecer un concierto cuando sufrió una sobredosis de Percocet, un analgésico que contiene oxicodona. Su avión realizó un aterrizaje de emergencia y el artista recibió una inyección que le salvó la vida. Seis días después, Prince sufrió otra sobredosis, en esa ocasión con unas pastillas etiquetadas como hidrocodona en las que análisis posteriores detectaron fentanilo. Estaba solo en su casa. Murió. Esa diferencia entre la vida y la muerte tiene un nombre: naloxona. Es un antagonista de los opiáceos que en uno o dos minutos revierte sus efectos y devuelve la respiración a la víctima de una sobredosis. Administrado con inyecciones o mediante un espray nasal (más útil en situaciones complicadas), se ha convertido en muchas partes de Estados Unidos en la primera línea de defensa en la guerra desatada por la epidemia, un auténtico salvavidas.

Así ha definido la naloxona la Comisión para el Combate de la Drogadicción y Crisis de Opioides establecida por Donald Trump. Y entre las recomendaciones de su informe preliminar está la de «equipar a todos los agentes del orden en EEUU con naloxona para salvar vidas».

Sería un paso más en un camino en el que las autoridades estatales y locales llevan la delantera al Gobierno nacional. Aunque algunos grupos que trabajan con adictos empezaron a distribuir naloxona ya en los años 90, en los últimos tiempos se ha ido incorporando a los equipos de policías, bomberos y paramédicos de emergencias en la mayoría de los estados. Y una acción del Gobierno federal podría dar poder al secretario de Sanidad para negociar precios reducidos con las farmacéuticas tanto para los servicios públicos sanitarios como los de emergencias.

La Comisión también ha recomendado crear un marco legislativo para que los estados puedan crear normas que faciliten que cualquiera pueda comprar la naloxona, una propuesta en la que también muchas autoridades locales se han adelantado ya: 47 de los 50 estados han expandido su uso y en 34 hay regulación que hace la naloxona accesible al público general.

Mientras la Agencia del Medicamento (FDA) da pasos para intentar que pueda venderse en todo el país sin necesidad de receta, algunos estados ya se están adelantando. Empezando por Massachussetts en el 2014, seis estados ya han declarado sus propios estados de emergencia y en ciudades como Baltimore (donde en el nuevo curso escolar, como en todo el estado de Maryland, todas las escuelas estarán obligadas a tener un kit con naloxona) cualquiera puede comprarla sin receta. Hace dos semanas, Nueva York se convirtió en el primer estado con un programa para subvencionar la compra en la farmacia.

No todo el mundo, no obstante, defiende el uso de la naloxona. En Middeltown (Ohio), la policía ha dejado de llevarla y un concejal ha propuesto no atender a los adictos tras dos sobredosis si no pagan los costes de las emergencias. Se esgrime un razonamiento económico: aunque cada dosis tiene un coste de 36 dólares, calculan que entre ambulancia y atención médica se eleva hasta más de 1.100 dólares por cada intervención, y en los primeros seis meses del año sus paramédicos atendieron 598 sobredosis, 300% más que en el mismo periodo del 2016.

Tras el polémico planteamiento late también un argumento que ha plagado históricamente muchos esfuerzos para combatir adicciones y que también comparte Paul LePage, el gobernador republicano de Maine, quien intentó vetar una ley para facilitar el acceso. «La naloxona no salva vidas de verdad, meramente las alarga hasta la siguiente sobredosis», dijo en su propuesta de veto, que fracasó.

«Crear una situación donde un adicto tiene una aguja de heroína en una mano y una dosis de naloxona en la otra produce una sensación de normalidad y seguridad alrededor del uso de la heroína que solo sirve para perpetuar el ciclo de la adicción», declaró. LePage, como también otros críticos, piensa que la naloxona proporciona una red a los drogadictos, permitiéndoles tomar más riesgos, pero lo expertos rechazan que sea así.