«Si en nuestro país tuviéramos lo que queremos, no iríamos a Europa. Pero en Marruecos no hay nada». Mohamed, de 20 años, cuyo testimonio han recogido las oenegés Prodein e Intermon/Oxfam, llegó con su hermano gemelo Youssef hace tres meses a Melilla huyendo de una vida de miseria.

Mohamed y Youssef jugaban en un equipo de fútbol local, pero un viaje a Francia frustró sus planes de convertirse en estrellas deportivas: «Llevaron a los chicos que tenían dinero a jugar allí, y como mi padre tenía una situación económica delicada, no pudimos pagar el viaje». Ahora, cada noche miran al horizonte soñando con llegar a Francia, conseguir un buen trabajo y poder enviar dinero a su familia. «Quiero mandar a mis padres de peregrinación a la Meca, comprarles una casa y cumplir el deseo que ellos no pudieron alcanzar». El de una vida mejor.

Oriundos de Kenitra, dejaron a sus padres para buscar una vida mejor en Europa. Cruzaron la frontera a nado, y tras pasar unos días en los centros de acogida, decidieron que aquello no era lo suyo. «Allí uno se siente detenido, no pudimos aguantarlo. Prefiero hacer el risky cada día que ir al centro», dice. Al igual que otros jóvenes y menores, una veintena al menos, escogieron malvivir en las calles de Melilla y apostar por intentar cruzar a la Península como polizones a bordo de uno de los ferris u ocultos en los bajos de uno de los camiones. El risky, como lo llaman, y que ha costado la vida a varios de sus compañeros.

«Bajamos al puerto para hacer risky cada día, cuando llueve y hace frío nos arriesgamos igual», explica. Colarse de polizón, a veces saltando al agua y nadando hasta alcanzar el barco, tiene su estrategia: «Hay que tener paciencia, coraje y determinación. A pesar de que la Guardia Civil nos pega con porras, sin esos tres elementos no hay resultado positivo». Hay quien lo logra al cabo de tres días, otros tardan un año en poder salir. Los chicos tienen asumido que cada día es más difícil intentarlo. «Si hubiera sido como antes, nos habríamos ido hace tiempo». Hay muchas cámaras instaladas, vigilantes, agentes… por eso van con cautela, solo uno o dos por día. «Es muy arriesgado subir a un barco, puedes caerte y tener más problemas, pero con la voluntad de Dios, llegaremos a otro país y no volveremos a Marruecos».

El día a día de los chicos de la calle es duro. «Quieres dormir, pero te despiertas, tienes que ir a buscar comida y luego, otra vez, te enfrentas al riesgo de subir al barco». La rutina es siempre la misma: se levantan por la noche, se abrigan y saltan una puerta. Luego trepan un muro, para que uno de ellos sujete una cuerda con la que ayudar a sus compañeros a subir y, más tarde, a bajar.

Es el peor momento, porque quedan expuestos a los vigilantes del puerto. «Uno cayó de la cuerda y se rompió las dos piernas, el vigilante lo oyó y sacó la porra, diciendo que se volviera a Marruecos», recuerda. «Tienen poca empatía y nos obligan a dar la vuelta diciendo: ‘Otro día’». Las noches de suerte son las que toca guardia de una chica: «Es buena gente, se ocupa de nosotros y no llama a los guardias. Ella nos sonríe y por lo menos nos da una esperanza».

Parte de sus planes de futuro pasan por no separarse nunca. Sin embargo, un mes después de la entrevista con los voluntarios de Prodein, Youssef fue detenido y expulsado a Marruecos. Mohamed sigue ahora a la espera de que su hermano logre cruzar de nuevo la frontera y, con la ayuda de una oenegé, planea pedir asilo como hijo de saharaui para ganar tiempo mientras llega su hermano y para evitar su deportación si le pillan.

«Si uno se queda mucho tiempo en Melilla, encontrará de todo, alcohol, drogas y otras cosas que te perjudican, así que es necesario arriesgar», concluye Mohamed.