Francisco volvió a recibir en Perú el calor de la unanimidad. Muestras de gratitud que le permitieron por unas horas olvidarse de los claroscuros de su viaje más difícil en cinco años de papado: Chile.

El comienzo de su sexta gira pastoral por América Latina halló en la constante derivación de los escándalos por pederastia que involucran a 78 integrantes de la Iglesia católica chilena (al menos siete de ellos maristas) una dificultad infranqueable.

Sabía que iba a ser una parada compleja, al punto que se convirtieron en secundarias sus defensas del medioambiente y las denuncias sobre las nuevas formas de explotación, la precarización del trabajo y el problema de los inmigrantes en una sociedad que mayoritariamente los rechaza. Ante la presidenta Michelle Bachelet expresó su «vergüenza» por «el daño irreparable causado a niños». Según informó el Vaticano, Francisco «escuchó, rezó y lloró» junto con un «pequeño grupo» de víctimas. La comunidad esperaba también acciones.

Los ecos de su cerrada defensa del obispo de la sureña ciudad de Osorno, Juan Barros, dejaron un sabor amargo en los laicos chilenos. «El día que me traigan una prueba, voy a hablar. No hay una sola prueba en contra, todo es calumnia», dijo Jorge Mario Bergoglio en su único instante de enojo.

Barros es señalado como encubridor de Fernando Karadima, el cura de los ricos capitalinos que tuvo que ser apartado de sus funciones debido a las denuncias en su contra. El caso Karadima corrió el velo de lo que no se quería ver. Un simple párroco había acumulado un poder tal que le permitía operar con impunidad. Y Barros siempre estuvo a su lado. El respaldo que recibió del Pontífice no solo vino de las palabras sino de los actos: estuvo en un lugar de privilegio en las tres misas masivas de Francisco.