Como suele hacer, el Papa elevó el tiro todo lo que pudo ayer en su viaje a Nápoles. De ahí también el almuerzo con 120 internos de la cárcel de Poggio Reale, una prisión considerada hasta hace poco una de las más duras de Italia por su alta tasa de hacinamiento y las pésimas condiciones de vida de los reclusos, uno de los cuales denunció en el 2014 la existencia de una habitación para torturar. Tras la comida --pasta, pollo y dulces napolitanos-- preparada por los propios presos, el Papa los saludó uno a uno, incluidos una decena de internos en una sección de la prisión destinada a albergar a homosexuales, transexuales y enfermos de sida.