Antonio Gramsci, hace ya tiempo, hablaba del optimismo del corazón y el pesimismo de la razón. Ambos sentimientos, en proporciones desiguales, recorren las salas del Centro de Convenciones de la Cumbre de Río de Janeiro. El texto presentado por el Gobierno de Brasil, antes de que empiece la ronda de los jefes de Estado y de Gobierno, es un compromiso de mínimos, una recopilación de principios, con los adjetivos precisos y contados para no molestar a los grupos clave en las negociaciones. Es un texto que abre pero no cierra. NO responde a las urgencias de los problemas ambientales. NO afronta los umbrales críticos que estamos cruzando, como se constataba en el último informe del Programa de Medio Ambiente de Naciones Unidas. NO se acuerdan medios de implementación, presupuesto, objetivos claros, plazos-

Reiteración

Por la reiteración de tantos "noes", la inmensa mayoría de las delegaciones de la sociedad civil presentes en Río están insatisfechas, muy insatisfechas. El texto ha alimentado el pesimismo de la razón. Una vez más, los gobiernos de los Estados, enfermos de cortoplazismo e intereses particulares, no han sabido estar a la altura de los desafíos ambientales y sociales de nuestro planeta. Y, sin embargo, en algunas esquinas de los salones hay reservorios de optimismo: el texto ratifica el derecho humano al agua, abre la puerta a unos Objetivos de Desarrollo Sostenible globales, refuerza el sistema de Naciones Unidas amenazado por la impaciencia de los Estados mas poderosos, incómodos con el proceso de construcción de consensos con naciones pequeñas.

Pero el principio esperanza no crece tanto en tal o cual párrafo del texto. La enredadera de la esperanza está creciendo en Río, sobre todo, al constatar la fuerza y amplitud de una marea imparable: muchas entidades ya están construyendo la transición hacia la economía baja en carbono que necesita nuestro planeta.