Montserrat Voltà tenía 90 años cuando falleció a causa de esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Era diciembre del 2016 y le habían detectado esta enfermedad degenerativa y sin cura en julio. «En sus últimas voluntades había dejado claro que no quería nada artificial que le prolongase la vida. Pero nunca se le aplicó la eutanasia. Simplemente en cuidados paliativos le retiraron la medicación y le empezaron a dar morfina. Murió a los tres días», explica Juli Vera, uno de sus cinco hijos. Mientras él relata los últimos meses de vida de su madre desde una cafetería de Barcelona, el Congreso debate en Madrid despenalizar la eutanasia.

«Espero que se apruebe y que esté bien regulada. Sería un paso muy importante», cuenta este hombre de 63 años vinculado desde entonces a la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD). «Si estuviera aprobada ya, mi madre hubiera acabado antes con su vida y hubiera sufrido menos», manifiesta. Y cuenta situaciones especialmente dolorosas, como cuando la mujer (en silla de ruedas y con fuertes dolores y dificultades para tragar) perdió la capacidad de hablar. «Llegó un punto en que no sabías qué te decía. Para decir sí cerraba los ojos una vez. Para decir no, dos veces», relata Juli.

Voluntades anticipadas

A Sofía Magallón, enfermera y antropóloga de 57 años, le detectaron párkinson hace cuatro. «Es una enfermedad degenerativa, progresivamente discapacitante e incapacitante. Afecta a la parte motora del cuerpo y también a la cognitiva. Acabas postrada en una cama», cuenta vía teléfonica. Sofía, consciente de que, a día de hoy, su enfermedad es «incurable», tiene ya redactado un inequívoco documento de voluntades anticipadas. «He tomado la determinación de que, si llego con parada cardiaca al hospital, no me traten. Tampoco me trataría si tuviera cáncer. De hecho, no he vuelto a hacerme revisiones ginecológicas desde que me detectaron el párkinson».

Sin ambages, esta colombiana afincada en Barcelona desde hace 30 años se muestra totalmente partidaria de la eutanasia. «Es algo súper importante. A mí me preocupa el curso que tome mi enfermedad, el final de mi vida y el tratamiento que me puedan dar», dice. Sofía cree que, gracias a su profesión, le resulta más fácil pensar sobre la muerte. Ella sigue en activo, aunque su enfermedad progresa lentamente. Aun así, reivindica el derecho a decidir sobre el final de sus días.

«Me asusta la valoración del sufrimiento que se hace desde la medicina contemporánea. Creo que es el paciente el que debe valorar su sufrimiento. Yo quiero decidir mi calidad de vida y cuánto sufrimiento quiero aguantar», asevera. Y, además, llama a la «responsabilidad» de todas las personas. «La dependencia tiene unos costos altísimos. No pensamos mucho en esto, pero es así. Cuesta muchísimo mantener a personas que ya no tienen calidad de vida», explica Sofía, quien reconoce que le «tranquiliza» que se sepa cómo no quiere acabar sus días. «Sé que mi postura es bastante radical y no la entiende todo el mundo. Pero también sé que estoy en el lento camino hacia la inmovilidad», concluye.

Carme Barahona, de 61 años, dijo adiós a su hijo Iván, de 43, hace cinco meses. Le habían diagnosticado ELA un año antes. «El día que se lo diagnosticaron, verbalizó que no quería sufrir y que lo suyo no tenía remedio», cuenta Carme. Iván buscó por Internet soluciones y, cuando consideró que era su límite, «lo hizo». «El dolor no se puede medir. ¿Quién puede valorar si el otro tiene que vivir tres meses más?», se pregunta. Carme asegura que su hijo no quería morir, sino que simplemente no quería vivir en las condiciones en las que se estaba quedando. «Adelantó su proceso de sufrimiento». Y lo hizo en soledad. Murió, cuenta la madre, solo y clandestinamente para evitar problemas con la justicia. «Yo estaba trabajando mientras él estaba muriendo. Para que no me inculpasen ni me investigasen, puesto que la eutanasia es ilegal, fui a la oficina y fiché ese día. No lo pude acompañar en ese momento», relata.

Iván, cuenta la madre, hasta el último momento siguió pensando que no deseaba morir. Pero tuvo que tomar la decisión de marcharse porque el sufrimiento de su enfermedad solo lo llevaba a la muerte. Pensó en irse a Suiza, donde la eutanasia sí es legal pero demasiado costosa. Y por eso acabó muriendo aquí, a escondidas.