No solo los investigadores empezaron a sospechar de Ana Julia Quezada cuando fue ella la que encontró la camiseta de Gabriel pese a que por la zona había habido un rastreo exhaustivo unas horas antes y miles de personas habían peinado decenas de kilómetros cuadrados. También el entorno de la familia había empezado a albergar dudas que aumentaban conforme observaban comportamientos extraños.

Del hallazgo de la camiseta la asesina dijo a su entorno que en ningún momento se separó de Ángel, que la encontraron juntos, aunque ella la viera primero, pero el padre ofrecía una versión más matizada. Él estaba a unos metros de distancia, justo donde no pudo ver que su pareja colocaba una prenda que debía servirle para despistar las batidas de los especialistas. Debían estar acercándose peligrosamente al lugar de Rodalquilar donde había escondido el cadáver.

Otra señal de alarma fue la pérdida del móvil. Cuando la Guardia Civil ya había pedido a la familia que entregaran todos sus aparatos electrónicos Ana extravió su móvil no una, sino dos veces. La primera no tuvo la precaución de desconectarlo. Lo había tirado durante una operación de rastreo y sus compañeros consiguieron recuperarlo haciendo sonar las llamadas. Estaba debajo de un palmito. La segunda vez lo abandonó en una zona sin cobertura, lo que hizo imposible incluso que los investigadores lograran localizarlo pese a que se emplearon a fondo. Con el ordenador no llegó tan lejos, pero sí tuvo la desfachatez de borrar muchos archivos antes de entregarlo sin ocultárselo a la familia. Les contó que no quería que vieran algunas fotos se había hecho desnuda. Es seguro que los investigadores lograron recuperar esos documentos que debían de ser comprometedores.

Tampoco las versiones del momento de la desaparición eran coherentes. Primero dijo que estaba llamando a su abogado, más adelante que con su hermana y finalmente que escuchaba un audio grabado por su hermana. Quizás estaba dando a un hipotético cómplice el aviso de que ya podía ir a por el pequeño.

Durante los días de la búsqueda, Ana solía ausentarse muchos ratos con excusas banales que levantaban aún más sospechas, mientras sumistraba a Ángel grandes dosis de calmantes para que no se diera cuenta de nada. Ella aparecía siempre doliente y más llorosa que nadie: sobreactuaba para ocultar su crimen. Hasta Ángel, al que intentó convencer de que ofrecieran una recompensa de 30.000 euros por el rescate del niño, llegó a albergar algunas sospechas que comentó a los investigadores de la Guardia Civil.

El padre de Gabriel se había enamorado de ella hace algo más de un año y medio coincidiendo con la ruptura de la chica con su anterior pareja, Sergio, con el que había convivido también durante unos años en Burgos hasta que descubrieron el Cabo de Gata y se quedaron en Las Negras.

Durante los interrogatorios, cuando le preguntaron por las personas que podían querer vengarse de ella citó a tres, entre ellos a Sergio, por la ruptura violenta que protagonizaron. También apuntó a Marisa, una argentina muy conocida en la localidad con la que dijo haber mantenido una fuerte discusión la semana anterior por una deuda.

A España había llegado de la mano de otro burgalés con el que tuvo a Judith, una hija veinteañera, que estuvo visitando a la familia en Hortichuelas y acompañándola en su zozobra durante tres días.