Abrir el papel de aluminio y destapar el pan para descubrir el almuerzo del día. La exigua amplitud del menú es proporcional a la capacidad de sorpresa del pequeño comensal: embutido, atún, acaso tortilla si se cumplen sus deseos. La escena, que se repite desde hace décadas en los patios de los colegios occidentales, puede resultar insulsa, casi primaria, si se compara con la de los centros escolares de Japón. Allí, cuando los alumnos descubren la tapa de la caja bento con el refrigerio pueden encontrar una salchicha rajada con pericia hasta simular la cabeza y los tentáculos de un pulpo; un kiwi tuneado a imagen y semejanza de una tortuga o una mole de arroz moldeada con la silueta de Hello Kilty, con los ojos, el lazo y el bigote perfilados con pedacitos de algas nori.

La explosión de creatividad que emana de los tápers nipones eclipsa hasta el rubor la presentación estrictamente funcional de los tentempiés escolares en el resto del mundo. Una tendencia que comenzó a adquirir popularidad hace ya dos décadas, cuando el fenómeno del kyaraben (una conjunción de kyarakuta, que significa personaje, y del bento), irrumpió con fuerza al compás de la popularidad de los blogs en los que las amas de casa mostraban las creaciones culinarias para sus pequeños.

Los bentos se convierten en «una especie de obra de arte» con las que madres anónimas adquieren notoriedad luciendo sus propuestas, incluso, en ocasiones, «más para que las vea el resto del mundo» que para motivar a sus hijos a rebañar el plato, destaca Makiko Fukuda, profesora de Estudios de Asia Oriental en la Universidad Autónoma de Barcelona. Los animales, los personajes de películas, manga y videojuegos, así como los diseños inspirados en el deporte copan las composiciones.

Dinámica perversa

Pero bajo la inocente apariencia de esa querencia por la estética se ha ido gestando una dinámica perversa que se ha vuelto contra la buena voluntad de las mamás. «El bento ha ido adquiriendo una función cada vez más emocional. Se considera como una muestra del amor de la madre respecto al hijo o incluso al marido, de calibrar el vínculo entre ellos. Un bento de comida precocinada se considera un reflejo de una actitud fría y falta de amor», destaca Fukuda. Se acumula la presión, el exceso de responsabilidad y el estrés. Algunas madres se levantan de la cama incluso una hora antes para elaborar un menú novedoso y «que se ajuste a los parámetros de la estética kawaii, que identifica a las creaciones bonitas y tiernas», destaca Roger Ortuño, responsable de la web comerjaponés.com. También debe ser equilibrado: acostumbran a llevar arroz o un alimento que aporte hidratos de carbono, proteína de carne o pescado y fruta o verdura como guarnición. «Ellos llaman a ese menú comer en triángulo, por la triple combinación, que van deleitando a la vez, y potenciando el kuchu chomi, mezclar los gustos en la boca», dice Ortuño. La competitividad llega al comedor infantil y se convierte en un pesado lastre para madres como Sachi Takahata. «Siento que preparar el kyaraben para mi hijo cada día es una gran carga. Probablemente es porque estoy obsesionada con cumplir con lo que se espera de una buena madre. Me siento obligada a preparar al menos 3 tipos de contenido de bento aparte del arroz, y controlar que sea bonito e incluso que respete un equilibrio de colores. Para hacerlo, necesito comprar una variedad de alimentos que debo consumir antes de que se pudran. Preparar un bento que sea suficientemente bueno con el tiempo limitado que tengo es una gran presión para mí», destaca esta socióloga.

Son muchas las mujeres que se identifican con Takahata, pero no tantas las que se atreven a exponer sus sentimientos públicamente. «Es una sociedad que considera el sacrificio la mejor virtud de una madre. Admitir abiertamente que elaborar el kyaraben es una carga hará que esa mujer sea vista como una vaga, uno de sus mayores temores», dice Fukuda. Por si fuera poco, en sus apretadas agendas deben reservar tiempo para comprar nuevos moldes, colorantes y utensilios, así como para visualizar tutoriales en internet, leer libros o consultar las numerosas webs especializadas con los que garantizar nuevas propuestas gastronómicas que cumplan las expectativas de sus hijos y, sobre todo, de su entorno. Aumenta el agobio y la sensación de ansiedad de muchas mujeres.

Una presión que también salpica a los niños a medida que van cobrando noción de la realidad de su entorno. «Tanto las madres como sus hijos tienen miedo a la marginación. Si el pequeño no lleva un kyaraben como el resto de sus compañeros, cabe la posibilidad de que se vea apartado del resto. En la sociedad japonesa se da el máximo respeto a la armonía, importa mucho el qué dirán y se evita ser diferente. Como dice un refrán japonés, al clavo que sobresale se le da un martillazo», revela Fukuda.