Una mirada apagada asoma por la puerta de la choza. Poco a poco, de la oscuridad de la pallota emerge José Gerlito. Desmadejado, sin fuerza, arrastrando los pies. Avanza despacio y se sienta -no, más bien se deja caer- en una silla. Ha perdido toda la chispa de un chico de tan solo catorce años. La malaria que sufre desde hace días le ha dejado yermo, sin energía. No sonríe. Y habla bajito.

«He tenido mucha fiebre y me ha dolido mucho la cabeza», explica este adolescente mozambiqueño con un hilo de voz y confiesa con pesar: «No he podido ir a la escuela. Aunque estoy mejor, aún no puedo ir». «Es la segunda vez que tengo la malaria», comenta. Pese a ello, no sabía que la estaba sufriendo.

Fue la voluntaria del dispensario la que realizó la prueba y descubrió que el chico tenía malaria.

En Mozambique, país donde hay apenas 900 médicos para una población de 28 millones de personas, la cuarta tasa más baja del mundo, esos voluntarios son la base del precario sistema. La mujer hizo entonces lo que se le había dicho: avisar al centro de salud de Fagaçinha.

PRIMERA TRINCHERA

El aviso desencadenó la maquinaria contra la malaria que en esa zona de Mozambique han puesto en marcha los profesionales del Centro de Investigación en Salud de Manhiça (CISM), con la participación de la Fundación Bancaria La Caixa y el Instituto de Salud Global de Barcelona. Es el proyecto Maltem (Alianza Mozambiqueña para la Eliminación de la Malaria) con el que se pretende eliminar la malaria en el distrito de Magude y en Tsinavane (en el sur de Mozambique), una zona en la que pueden residen alrededor de casi 60.000 personas.

Un dispositivo en que participan médicos, investigadores, técnicos y voluntarios y que se erige en la primera trinchera contra una enfermedad que, solo en el 2015, afectó a 6,4 millones de mozambiqueños y mató a casi 2.500. En este país, la malaria es una auténtica asesina. Sobre todo, de niños. En Mozambique, uno de los 10 países del mundo más afectados por la malaria, el 51% de muertes de niños menores de 5 años y el 49% de fallecimientos entre los 5 y los 14 están asociados a esa dolencia. La enfermedad provoca el 23% de muertes hospitalarias en el país, el 44% de consultas y el 57% de ingresos. Hay provincias, como las de Zambeze o Cabo Delgado, donde el 60% de la población la ha sufrido en el último año.

La Caixa va a invertir cinco millones de euros en ese proyecto del CISM, un centro creado hace 20 años por la Cooperación Española. Ariadna Bardolet, directora de programas internacionales de la Fundación Bancaria La Caixa, justifica su participación: «Mozambique concentra algunas de nuestras iniciativas estratégicas a escala internacional. Es el caso de los proyectos para luchar contra la malaria que, gracias a la suma de esfuerzos, han conseguido resultados muy esperanzadores. Nuestra voluntad es estar al lado de quienes trabajan para erradicarla».

DISPOSITIVO ENGRASADO

Pese a la enormidad del desafío, el dispositivo del Maltem está engrasado y, en menos de 72 horas, hasta las chozas de barro y caña del distrito de Magude, donde viven Gerlito y su familia con unos pocos pollos, una cabra y un perro famélico, se ha desplazado un equipo de técnicos sanitarios.

Son tres. Dos hombres y una mujer. Ellos están en la primera trinchera de la malaria y actúan coordinados. Mientras uno habla con el padre, los otros comienzan a hacer las pruebas de la malaria al resto de familiares. La razón es que con una persona infectada existe el riesgo de que el mosquito le pique y contagie el parásito a otros familiares. Por eso hay que crear un cortafuegos.

La madre de Gerlito ha dado negativo. Pese a eso, ha de tomar la medicina. Fernanda Deo, la técnica sanitaria, les insiste en que todos, tengan o no malaria, deben seguir el tratamiento. «Tres pastillas al día durante tres días», repite una y otra vez.

El resto de familiares espera su turno en torno a una fogata.

DIFÍCIL ACCESO

Aquí no ha sido difícil llegar. Pero a otros lugares solo logran acceder en moto o, a veces, a pie. «Lo más difícil es muchas veces localizar a los enfermos. La población vive muy dispersa. En ocasiones llegas demasiado tarde y la persona ya ha muerto», cuenta Humberto Munguatabe, el jefe del equipo.

La labor de localizar a los enfermos, medicarles y administrar el antimalárico también a toda su familia y a todo aquel que viva a menos de 100 metros es una de las patas del proyecto Maltem. Las otras son fumigar las viviendas, distribuir a toda la población mosquiteras impregnadas de insecticida, y hacer tres rondas al año de distribución masiva de medicamentos antimaláricos.

«La intención es, combinando esas cuatro acciones, demostrar científicamente que es posible eliminar la malaria de una zona de alta incidencia de esa enfermedad», explica Delino Nhalungo, director adjunto del centro, que destaca haber hecho un censo de la población.

LOS DATOS DE REDUCCIÓN

El Maltem, que se aplica desde el 2015, ha conseguido reducir de 9 al 2,6% los casos de malaria. En un país donde hay regiones como Zambeze o Cabo Delgado con un 60% de prevalencia de la enfermedad, ese 2,6% es todo un éxito. Pero para los implicados en Maltem, aunque el avance es muy prometedor, no es suficiente. «Queremos saber si es posible reducirlo a cero», añade el director. Un dispositivo en el que no está incluida la vacuna, en cuyo desarrollo participó activamente el CISM bajo la batuta del investigador Pedro Alonso y que OMS prueba en tres países.

La fumigación de las viviendas es básica. Y para llevarla a cabo hay un equipo de rociadores. Hombres y mujeres con monos marrón claro, la cara cubierta con mascarillas, cascos y viseras para proteger los ojos y guantes rojos de plástico duro tienen la titánica misión de fumigar todas las casas del distrito. En la pechera, un mensaje bordado: Txau txau malaria.

Para empezar hay que convencer a las familias para que acepten que se fumigue su vivienda. Y no es fácil, ya que hay que sacar toda la comida y la ropa. Gedeon es uno de los encargados de persuadir a las familias. «La primera reacción no siempre es buena. Pero les convenzo. Les digo que si se fumiga, su casa no tendrán malaria y así salvarán a sus hijos».

Una vez convencidos llega el turno de las rociadoras como Arminda. «Es un trabajo duro. El equipo pesa mucho. Solo la bombona son 15 kilos. Empiezas por las paredes y sigues por debajo de las camas y las mesas», cuenta. Jaime Junior, el jefe de los rociadores, detalla que, de media, tardan «unos 20 minutos en fumigar el interior de cada casa». Luego ha de estar cerrada dos horas, y una tercera hora para que airee, comenta, y afirma orgulloso: «Luchamos contra una enfermedad que ha dejado a muchas familias de luto y a muchos niños sin escuela».

TRES TRATAMIENTOS

Otro eje del programa es proporcionar a todos los habitantes del distrito tres tratamientos con antimaláricos cada año. Lidia, técnica sanitaria, está estos días reclutando a las 700 personas encargadas de recorrer todo el distrito y hacer que toda la población se tome las pastillas. «No es tan fácil llegar a gente a la que no conoces y hacer que se las tome. Por eso, durante un año antes, hacemos un trabajo de sensibilización. Preparamos el terreno. Hemos visto que convencer a las mujeres es clave», cuenta. Dos años después, todo parece ir sobre ruedas. «Al principio la gente era reticente y ahora son ellos quienes nos lo piden».

En una zona con tanta malaria, el impacto supera el campo de la salud. Incide también en la economía al afectar «la productividad laboral», explica Laia Cirera, una economista catalana que lleva varios años en Mozambique. Para este país, la malaria supone un tsunami económico. Gran parte del presupuesto del Ministerio de Salud va destinado a combatirla.