Los vascos somos muy nuestros hasta para decidir entregarnos por completo y sin condiciones. Una vez puestos en marcha emocionalmente, nuestras altas fronteras y el orgullo de pertenencia se transforman en una proximidad sin cordilleras, en un valle abierto a la siembra de conocimientos culturales y humanos. Sin perder la identidad ni el norte, abrazamos con firmeza todos los puntos cardinales para conquistar y ser conquistados. Hace 28 años decidí dejar atrás el sirimiri de Bilbao --miento pues esta fina cortina de lluvia te cala hasta el final de los días-- para adentrarme en Zaragoza, en Aragón. Una nueva aventura en una tierra que me fue extraña un par de horas, el tiempo que luché por Paseo Independencia en mantenerme vertical contra la bienvenida del Cierzo. Fue como si los dioses que protegen la ciudad probaran mi valor, mi capacidad de resistencia antes de aceptarme entre sus murallas. Reconozco que dudé frente a esa fiera de la naturaleza que rasgaba incluso el asfalto, pero me atrajo el reto mitológico aun admitiendo que nunca lo venceré, que cada vez que sopla me recuerda con puntual contundencia que soy siervo de sus caprichos.

Parecía una tierra dura bañada por el Ebro y bautizada cada mañana por el Pilar, una postal rematada con la sugerencia de los Pirineos en el horizonte. No eran tópicos de postal, no. Los vascos vamos poco a poco, somos lentos pero tenaces exploradores de los paisajes y su gente. En Zaragoza, Aragón, aceleré el paso del aprendizaje porque me sentí familiarizado por una atmósfera acogedora, una sensación de que mi vida podría enriquecerse bajo su manto, de que mis perspectivas gigantes y mis pasiones cabezudas podrían cumplirse. El viento me trajo amigos y me condujo por todos los rincones de este país universal, de un cruce de caminos que te hace regresar a su entrañable y siempre histórico punto de partida. Me entregó su corazón y me lo robó. Su diversidad geográfica ocupó la mía como una segunda piel por conocer. Nunca, si un solo instante, fui extranjero en esta tierra de contrastes, de una extensión inabarcable que acrecienta su magnitud.

En Bilbao no para de llover y de vez en cuando me visita la añoranza. Al poco, el Cierzo me recuerda que le debo otro dulce sacrificio. Seguir jugando con él en otro Día de Aragón, luchar contra el dragón con la tenaz insistencia de un vasco y la brava tozudez de un aragonés.