El terrible suceso de ayer en la carretera de Valencia, para nada un accidente, ha resucitado el fantasma de la indefensión de un vehículo que reúne en Aragón a miles de practicantes cada fin de semana.

El ciclista sabe muy bien que cuando sale a la carretera asume un riesgo. La inmensa mayoría, consciente de su debilidad, procura buscar recorridos seguros (el de los dos fallecidos de ayer lo es) y trata de circular con prudencia y atención. "¿Por qué odian tanto a los ciclistas?", señalaba hace unos días Miguel, un habitual de la bicicleta. La respuesta a esa falta de empatía podría localizarse en la consideración muy generalizada de que una bicicleta y un ciclista son un estorbo para la vida motorizada, cuando en realidad forman parte de ella.

Muchos conductores que son comprensivos y pacientes con la marcha lenta de un vehículo agrícola no lo son con un grupo de ciclistas. No saben que un pelotón, el código de circulación así lo contempla, es como si fuera un único vehículo. Desconocen también que cuando la cabeza de un grupo entra en una rotonda, todo el grupo tiene la prioridad, que está permitida la circulación en paralelo, que se puede adelantar a un pelotón de ciclistas pisando raya continua si no viene nadie de frente, etc. Pero la reacción generalizada es un bocinazo cargado de ira.

Ciertamente, hay ciclistas que lo hacen mal, pero esa es la ración de tarta que le toca a cualquier colectivo. Lo ocurrido este trágico domingo, sin embargo, tiene otro cariz. Lo de ayer entra en un plano social. Un conductor bebido genera una catástrofe. La pudo haber generado igualmente chocando contra una familia con dos niños o contra un pelotón de 20 ciclistas. Estamos ante un caso de tragedia social más que deportiva. Un conductor ebrio es un fracaso social, educacional y hasta de control policial. Más de uno tendrá hoy un cargo de conciencia por haberle dejado marchar bebido. Esta vez tocó destilar el alcohol destrozando dos vidas y dos familias.

Los dos ciclistas arrollados marchaban ordenadamente por una carretera que dispone de un buen arcén, aunque sobre este punto, según Adolfo Bello, veterano presidente de El Pedal Aragonés, habría mucho que hablar: "El arcén da una gran seguridad al ciclista, lo separa de los coches, pero cuando está sucio, lleno de gravilla y residuos, el ciclista sale fuera, y aparece un riesgo innecesario. La carretera de Valencia, por ejemplo, que es muy segura, tiene zonas de arcén entre María y Cariñena que jamás se han limpiado, e incluso matorrales que invaden el arcén", señala.

Para Javier Gómez asiduo practicante del Club Asser, "es una tragedia que delata una vez más la indefensión del ciclista ante los coches", mantiene.