A la seis y cuarto de la tarde, el silencio rompía la soleada jornada en Zaragoza. Las Cortes de Aragón abrían las puertas del palacio para que los ciudadanos, contados por miles y agolpados en una fila que llegó a medir tres kilómetros, pudieran despedirse del cantautor, político y escritor José Antonio Labordeta, fallecido en la madrugada del sábado tras luchar durante cuatro años contra un cáncer.

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Era como cuando muere un hombre bueno en el pueblo. La gente hacía corros silenciosos y reprimía las lágrimas hasta lo imposible y salía el llanto. Hombres y mujeres de todas las edades y condiciones se santiguaban, otros apretaban el puño y lo bajaban con rabia. Muchas mujeres lanzaban un beso. También muchos hombres.

El desfile era continuo. A un ritmo de 5.000 personas por hora. 26.150 en total. A la izquierda del féretro, Juana, la esposa del cantautor y Ángela, Paula y Ana, sus hijas. También el único hermano que le sobrevive, Donato. Sereno y resignado.

En medio del silencio de la calle, un hombre tocaba La Albada con su gaita de boto en solitario, sin acompañamiento de caja. Trajeron a Labordeta en un féretro sin adornos, de una madera clara sin pulir que sería cubierto por la bandera de Aragón dentro, en el patio, bajo los arcos que trajeron del Arqueológico Nacional. Sonaron aplausos desde la gente, a lo lejos, tras la verja. La fila parecía interminable en una tarde apacible que se fue cayendo tras los álamos el parque de una forma natural y silenciosa. Como imitando la forma de morir que tuvo este hombre.

Un señor árabe preguntó para qué era aquella fila y alguno comentaba; "Yo tuve la suerte de hablar con él". Parecía que, después de todos los homenajes oficiales que tuvo al final de su vida le llegaba ahora el de la gente que antes le paraba por la calle. Labordeta tuvo la suerte de hacer siempre lo que quiso. Y saberse querido.

Llegaron más de 130 coronas, entre ellas, una de Joaquín Sabina y otra de los aviadores de la República. Muchos amigos de Madrid intentaron llegar pero no había billetes de AVE y lo harán hoy. Las flores más caras de instituciones y colectivos se juntaban con los modestos ramos de la gente sencilla, de los que muchas veces se cruzaban con Labordeta por la calle y dudaban si saludarle o no, por timidez o respeto ante su legendaria figura. Una señora muy anciana llevaba una rosa roja que depositó con cariño a los pies del ataúd. Una familia de Biota dejó un pañuelo con la frase de una de sus canciones.

Libro de condolencias

Desde el foso de la Aljafería ascendía otra fila de personas hacia la caseta de la entrada para escribir frases de adiós en un libro. Una mujer del Pirineo, acompañada de su hijo, adolescente, lloraba mientras escribía: "Bueno..., no se nos va... no", diría después entre lágrimas. Unos niños llevaban la camiseta de su colegio de Zaragoza. El José Antonio Labordeta.

Todo el mundo destacaba la virtud de este hombre honesto que sabía hablar claro en un tiempo plagado de explicaciones difíciles para algo tan sencillo como la pobreza. Frente a su casa de Capitán Esponera ayer estaban tirados en la acera unos vagabundos, venidos de recibir la sopa de la parroquia del Paseo Pamplona. En sus caminatas diarias, Labordeta los veía diseminados por los bancos, y pasaba luego ante el nuevo edificio del Museo Pablo Serrano que siempre dijo que le gustaba tanto. Si podía, remataba en el Levante, el antiguo café de tertulias y utopías que tanto le echará de menos. Igual que lo hará Casa Emilio que tantas noches no cerró por las divertidas cenas del Abuelo y sus amigos, el mítico restaurante, a unos pocos metros de donde Labordeta recibía el mayor acto colectivo de duelo que se recuerda en Aragón. Ni Costa, ni Fleta, ni siquiera Cavia cuando tuvieron que bajar su féretro del tren que lo llevaba a enterrar a Madrid contra la voluntad ciudadana. Nadie tuvo nunca un duelo tan multitudinario y sentido. Hasta en algunos pueblos, como Novillas, se paró la actividad por la mañana, las campañas tocaron a muerto y hubo pregón. Como si hubiera muerto un hijo del pueblo. Después, pusieron sus canciones.

Dolían las lágrimas de tantos ciudadanos. Una señora de 96 años se apoyaba en el bastón y lloraba desconsolada. Iba sola. Los amigos de Labordeta se escondían en gafas oscuras. Ismael Grasa, Vicky Calavia, Cristina Grande, Antonio Pérez Lasheras, Mari Burges, Rodolfo Notivol, Yolanda Polo, Eva Cosculluela, Eloy Fernández Clemente, Emilio Gastón, Javier Tomeo... Y el primer presidente de Aragón, Santiago Marraco, amigo de las correrías infantiles de Labordeta en Canfranc. Fue de los primeros en llegar. El juez decano, Ángel Dolado, recordaba que se hizo fan de Labordeta en séptimo de EGB, allá por 1977. Cuando el Abuelo dio un concierto con La Bullonera en su instituto.

Pero dentro de la pena que supone echar de menos a un Labordeta que escondía sus travesuras y jugueteos casi pueriles bajo su característico mostacho, había otros que querían ver ese día con alegría. Alegría por los buenos ratos compartidos, por saber que fue un hombre que hizo lo que quiso y que tuvo siempre el cariño de todos. De las miles de anécdotas que dejan una vida tan vivida. Y, como un guiño brassensiano que deparaba la jornada de luto, en pleno domingo y con tanta gente, jamás en un funeral (quizá por la ausencia de gorigoris), se escuchó tantas veces cantar al propio muerto.