Es casi imperceptible, pero a María Núñez, 44 años, contable en paro, aún le tiembla la voz cuando cuenta la historia de cómo su hijo Javier, que tiene ahora 18 años, superó un doble tumor cerebral «que los especialistas del hospital jamás habían visto antes fuera de los libros». Le tiembla la voz cuando dice que para ella el cáncer es «una enfermedad tan común como la gripe», cuando afirma que odia el eufemismo «larga y cruel enfermedad», cuando sostiene que se considera «una privilegiada» porque ha visto a «niños quedarse por el camino», cuando exige más inversión en investigación porque «hay que lograr que los tratamientos no tengan unos efectos secundarios tan graves».

Y cuando se le pregunta: ¿y tú?, ¿cómo sobreviviste al diagnóstico, al tratamiento, a los efectos secundarios?, ¿cómo hiciste para no perderte?, le tiembla voz al responder. «Piensas: ¿qué tipo de persona soy y qué tipo de persona necesita mi hijo que sea? Te pones una coraza para entrar en la quimio con una sonrisa: ‘Buenos días, corazón’. Y esa sonrisa cuesta mucho, pero es la que tu hijo necesita. Hay días que lo llevas bien, y hay días que te cuesta muchísimo. Tienes que buscar los momentos para salir, para llorar. Yo me iba a andar, y si lo necesitaba lloraba por la calle. Hoy lo sigo haciendo. Este proceso nos ha cambiado a todos».

«De un cáncer sales diferente», coincide con ella Andrea Pitarch, de 30 años, cuyo padre, Joan, murió de un cáncer de colon el Día del Padre del 2014. «El cáncer es una enfermedad muy cruel, que afecta a todo el mundo. Quien no tiene un pariente tiene un amigo, no se escapa nadie», añade. «Es muy duro, los enfermos se consumen y los familiares nos consumimos con ellos», afirma Silvia Lazausa, administrativa de 60 años, al recordar la muerte, también por cáncer de colon, de su pareja, Joan, el pasado verano.

Hablar con familiares de enfermos de cáncer, tanto si los pacientes sobrevivieron como si no, es escuchar historias de sufrimiento («los últimos días de vida de mi padre en el hospital, el tiempo se había detenido y, sin embargo, mirabas por la ventana y veías a todo el mundo viviendo, yendo de aquí para allá, corriendo, el trafico, etcétera», dice Andrea); de dedicación («cambias la rutina familiar, la adaptas a las quimios, te sobrecargas de trabajo, el enfermo es la prioridad y tú no cuentas para nada. Yo no vivía mi vida, vivía la enfermedad de mi pareja», recuerda Silvia); de miedo, incertidumbre y dudas («entras en el hospital para una resonancia y sales con un diagnóstico de doble tumor cerebral y un miedo atroz; luego aprendes a cambiar el miedo por la confianza, porque no puedes vivir con miedo, pensando en que tu hijo se va a morir, tienes que vivir confiando en que la quimio funcionará», narra María). «No puedes estar con alguien que vea en tu cara que piensas que se muere», resume Silvia la parte emocional del trabajo de cuidador. Las otras, las de enfermero, cocinero, psicólogo, transportista, compañía, se dan por hechas.

El primer golpe

El primer golpe es el diagnóstico. Después viene el tratamiento. Llama la atención la forma con la que los cuidadores recitan de memoria fechas exactas y complejos conceptos médicos. A la pareja de Silvia le diagnosticaron cáncer de colon con metástasis de hígado. Le operaron. Hubo que hacerle quimioterapia para la metástasis. La aguantó nueve meses. Javier, el hijo de María, tuvo dos tumores cerebrales, uno en cada glándula hormonal del cerebro, el mayor de tres centímetros y medio. Tenía 16 años cuando se lo diagnosticaron. Su cáncer era inoperable, pero cuatro ciclos de quimioterapia y 25 sesiones de radioterapia lograron eliminar un tumor y convertir en una cicatriz el otro, aunque con efectos secundarios que aún le duran en forma de necrosis en las dos cabezas femorales. Al padre de Andrea lo diagnosticaron del segundo cáncer de colon, el definitivo, el 28 de mayo del 2013, dos días antes de su jubilación. Lo operaron, el temido abrir y cerrar sin que se pueda hacer nada, y empezaron un tratamiento que no funcionó.

El túnel del tratamiento

El tratamiento es el túnel, un paréntesis de incertidumbre, dudas, miedo y esperanza. «Yo no sé lo que es estar enfermo de cáncer, pero sí sé lo que es estar al otro lado, y no es fácil. El cáncer te puede acabar comiendo a ti, el enfermo no lo hace de forma consciente, pero es así. Mina tus ganas de vivir. El cuidador no tiene que olvidarse de su vida», afirma Andrea. En los dos meses finales, Silvia perdió 10 kilos: «Le hice de enfermera, le pinché en la barriga, le llevaba las medicinas, lo bañaba, le cocinaba… Mi hija me decía: ‘Tú eres muy fuerte’. Y yo pensaba: ‘Qué va, alguien tiene que hacerlo’».

«Tenías que estar 24 horas con él cuando estaba ingresado, y 24 horas cuando no lo estaba», dice María. En las estancias hospitalarias de Javier, su padre lo acompañaba por las noches, mientras ella cenaba y dormía con el hijo pequeño, el mismo que, explica su madre, en la distribución de tareas familiares se encargó de «tratar a Javier como a su hermano, no como a un enfermo». «Él le hablaba de la vida normal, el instituto, los videojuegos…», añade. De esa época perdura un mote que Javier le puso a su hermano pequeño, Pulipú, convertido en un talismán familiar.

Desenlace a cara o cruz

El desenlace es a cara o cruz, muerte o vida. Javier vuelve a sacar hoy nueves o dieces en las asignaturas de ciencias; las humanidades, donde la memorización juega un papel más importante, le cuestan más. Después de que la quimio y la radioterapia eliminaran los tumores, su vida gira alrededor de los controles, el temor a la recaída y las secuelas del tratamiento. La familia sigue luchando. Silvia cree que «los sentimientos cambian mucho». Tras la muerte de Joan, afirma que relativiza mucho las cosas. «Es como si hubiese gastado todo mi cupo de sufrimiento». «El post ha sido duro para mí y mi madre -dice Andrea-. Intento no enfadarme por tonterías. Cuando te pasa algo así, entiendes eso de que la vida dura dos días». Lo peor que le ha dejado el cáncer a ella y a su madre es tener que convivir con la ausencia. El cáncer, esa enfermedad de todos.