Hubo un tiempo no muy lejano en el que solíamos decir que Barcelona (más bien su cinturón metropolitano) contenía, tras Zaragoza, la mayor población urbana de aragoneses. Pero luego nos dimos cuenta de que aquellos emigrantes llenaban los conciertos de Labordeta en la Ciudad Condal y unos pocos todavía iban al quiosco de la Plaza de Cataluña a comprar el Heraldo, pero se estaban integrando animosamente en su nuevo medio social, cultural y también político. Se estaban volviendo catalanes... como es normal entre gente decente que hace su patria del lugar donde tiene su vida. Así que la mayoría de ellos, no digamos sus hijos, pasaron a hablar catalán con sus vecinos, a leer el Periódico de Cataluña y a votar (a partir del 77) al PSC y al PSUC. Esas personas (unos cuantos cientos de miles) y sus descendientes no habrán dejado de volver de visita sus pueblos de origen, pues a la postre Aragón está ahí al lado; tal vez sigan en contacto con sus tíos y primos de aquí... Pero ahora es probable que voten a Junts pel Sí o a la CUP (los jóvenes) y que comulguen con todos los estereotipos antiespañoles. Seguro que esto habrá provocado desgarros familiares como el que describió magistralmente Lola Ester en su columna publicada el pasado jueves en este mismo diario. Es lamentable y doloroso, pero es lo que hay.

Y el caso es que Cataluña y Aragón mantienen entre sí estrechos lazos que, más allá de una emigración masiva y una cierta debilidad nuestra por los encantos de Barcelona y las playas de la Costa Dorada o de la Costa Brava, incluye factores históricos (más intuidos que conocidos y ahora convertidos también en motivo de discordia) e intereses económicos comunes. Las relaciones, a fecha de hoy, son tan intensas que no cabe imaginar una separación de nuestros vecinos sin considerarla un desastre para ambos pueblos. Además de la fraternidad perderemos renta, oportunidades, líneas comerciales, lazos culturales... Quienes estos días afirman que, si culmina la secesión, las empresas e inversiones que salgan de allí vendrán aquí no saben lo que dicen. Es como empeñarse en que el Aragón Oriental no habla catalán o ignorar que Cataluña produce el 20% de l PIB español.

Es cierto que las élites económicas aragonesas siempre experimentaron no poco repelús al pensar en Cataluña, al principio no tanto por la cuestión de las identidades como porque desde allí llegaban ondas subversivas: el anarquismo, el comunismo y todo eso. Luego, la tensión ha acabado focalizándose en el contencioso de los bienes eclesiásticos. Ahí el nacionalismo catalán (tanto las instituciones públicas como la propia jerarquía católica) ha actuado con una torpeza y un egoísmo lamentables. Pero, claro, esta es una cuestión menor si no fuese porque sintetiza la sensación por nuestra parte de que ellos se llevan siempre la mejor porción, carecen de generosidad y no juegan limpio.

Al final, resulta que dos territorios y dos pueblos hermanos están hoy mirándose de reojo, para mal de ambos. Pero, pase lo que pase hoy, muchos aragoneses seguiremos amando y admirando a Cataluña y sus gentes. También somos de allí.