La discusión de estos días sobre el reparto de subvenciones a las entidades sociales es, para lo que se debate, como pasar de las musas al teatro. Una puesta en escena de mensajes contenidos, una responsable política que no quiere poner palabras a lo que realmente piensa y un pasado político de todos los partidos que está sobre el tapete y en el que nadie se reconoce estar. Porque lo que evidencia es que el clientelismo ha dejado de ser una leyenda urbana.

¿Se premian los proyectos o a quien los lidera? ¿Quién merece más, quién menos? ¿Quién promete cuantías antes de que se adjudiquen? A puerta cerrada, fuera de micro, es más fácil entender qué ocurre y por qué Luisa Broto lo sufre tanto. Ella se refugia en su responsabilidad pero ya le gustaría pintar la cara de quienes han fabricado esta maquinaria que ella ni entiende ni comparte, aunque algunos de quienes la alimentaron ahora están en sus filas.

Convocar estas ayudas fue una condición que IU y CHA impusieron al PSOE para aprobar el actual presupuesto. Y el lío organizado a final de año causó un retraso insalvable como para adjudicar antes de las elecciones. Y ahora es ella quien debe decidir si seguir o no con el café para todos. Su decisión rompe con ese clientelismo. Invisible por no poner nombre a quienes se han beneficiado. Y lo peor para ella: no puede recular y debe garantizar que este no reaparezca.