Como Mariano Rajoy no ha querido ir más allá de mostrarse abierto a los pactos, habrá que esperar a la formación del nuevo Gobierno para comprobar si los elegidos disponen de verdadera voluntad de construir acuerdos en lugar de imponerlos. La realidad parlamentaria sigue siendo la misma que el 26-J, pero el PP dispone ahora de una posición negociadora superior a sus 137 diputados mientras el PSOE siga fuera de juego y destrozándose internamente. La lucha interna no habrá hecho más que empezar si Pedro Sánchez anuncia este viernes que deja el escaño, para evitar desobedecer el mandato del comité federal, pero también su disposición a liderar nuevamente el partido mediante unas primarias que tendrán que celebrarse en algún momento. Por lo demás, el debate de investidura volvió a demostrar que el mejor aliado de Rajoy es Pablo Iglesias, cuyo discurso lleno de consignas fue hecho trizas por la socarronería del gallego. Hay desolación en muchos progresistas por el tiempo perdido y las esperanzas de cambio frustradas. Hace un año pocos creían que el PP pudiera mantenerse en el poder con un gobierno monocolor presidido otra vez por Rajoy. Tras el 20-D, Podemos frustró la alternativa que significaba el acuerdo del PSOE con C’s porque dio por seguro el sorpasso en unas segundas elecciones. Pero el 26-J dejó las cosas peor para la izquierda. Ahora solo cabía ya un gobierno del PP o terceras elecciones. Todo lo demás eran castillos en el aire de imposible concreción. Como decía Albert Camus, «la estupidez insiste siempre», y esta vez fue el PSOE en el que se metió solito en una ratonera empujado por la lucha cainita. La abstención con condiciones, como postulaba en julio Josep Borrell, se convirtió en una palabra impronunciable, herética, prohibida incluso para los que la propugnaban en privado. Ni tan siquiera llegó a debatirse antes de la defenestración de Sánchez. Estos 10 meses han sido un tiempo perdido, que deja al electorado de izquierdas desolado, buscando explicaciones a tanta estúpida insistencia.