El Real Zaragoza es un flan. Ayer, la agónica victoria en el último suspiro disfrazó en cierta medida, aunque no debería hacerlo, las enormes carencias y barbaridades que volvió a cometer el equipo. Carencias que, además de la ausencia absoluta de un patrón de juego o la indefensión en los balones llovidos, volvieron a empezar por el principio, desde atrás.

La primera línea del conjunto aragonés --en la que se incluye, primero, a todos los miembros del bloque defensivo y, sobre todo, al portero-- es una tremenda losa cuyos patinazos y despropósitos han costado un botín de puntos casi insalvable. Y ayer a punto estuvieron de volver a sepultar, casi por completo, las aspiraciones de permanencia. Durante todo el partido, el tejido defensivo del Real Zaragoza fue fiel a su estilo de los últimos meses, una invitación a marcar goles (dos fueron en este caso). Sin hacer casi nada, el Mallorca fue premiado por las erratas zaragocistas con ocasiones muy limpias para haber hecho infartar a más de uno en La Romareda.

Y a una zaga con esos mimbres, lo peor que le puede pasar es un portero sin confianza. Roberto evidenció, una vez más, la falta de confianza general. A su ya mundialmente famosa fobia en las salidas por alto se unió ayer la pifia que protagonizó junto a Javier Paredes y costó el gol del empate a dos. En el disparate la culpabilidad es compartida, tanto de quien sale, por una vez pero sin saber a dónde, y de quien asiste en bandeja de plata (hubiera sido de oro de haber valido el empate) a Arizmendi. Otro disparate en una zaga llena de imprevistos y locuras. Un flan.