Cuando hay que hablar de fenómenos como la economía colaborativa me imagino a Heráclito pronunciando aquello de que ningún hombre es capaz de cruzar dos veces el mismo río --porque el río siempre será distinto--. Bella metáfora universal para retratar el mundo cambiante en el que vivimos que adquiere máximo significado en casos como éste, donde la velocidad de mutación es si cabe aún más vertiginosa.

No ha pasado tanto tiempo desde que algunos comenzáramos a pregonar sobre el nuevo y prometedor modelo económico colaborativo, basado en el tradicional sistema de intercambio y catapultado por los avances de las redes tecnológicas; cuando hoy, todo lo que dijimos entonces, se ha quedado ya obsoleto.

¿Quiero decir que el boom de la economía colaborativa ha sido tan fugaz como una bonita noche de verano? No, todo lo contrario, quiero decir que la economía colaborativa --o consumo colaborativo-- ha superado todas expectativas y está creciendo de forma imparable, aunque por este motivo enfrenta un nuevo desafío pues se ha convertido en un asunto demasiado grande, y peligroso para algunos sectores de la economía tradicional.

Mientras en 1999 algunos jóvenes mochileros se apuntaron al couchsurfing para compartir sofá viajando por el mundo, conformando poco a poco una comunidad muy dinámica pero que siempre ha volado por debajo de radar, en 2014 el asunto ha adquirido una nueva dimensión con Airbnb, que tiene un planteamiento parecido y mueve ya 10 millones de usuarios, ofreciendo camas (o sofás) en 34.000 ciudades del planeta. Sólo en Madrid según su web tienen más de 1.000 disponibles.

Se pueden imaginar que esos números han empezado a preocupar mucho a la industria del sector y no ha perdido el tiempo en comenzar a mover sus hilos. Nueva York ha prohibido ya los alquileres vacacionales entre particulares y Madrid --teórico laboratorio neoliberal-- ha anunciado que les quiere meter mano.

Pero la guerra no ha hecho más que arrancar: Fenebus, la asociación de transporte por carretera ha puesto su diana en Blablacar, el portal para compartir coche que crece como la espuma, mientras las asociaciones de taxistas empiezan a hacer piquetes en muchas ciudades contra los Uber, que ofrece un servicio de chófer privado por móvil.

El gran argumento contra lo colaborativo es que demasiadas veces va ligado a la economía sumergida y por lo tanto no compite en igualdad de condiciones. En este punto, las asociaciones empresariales tienen toda la razón y resulta prioritario definir bien las nuevas reglas del juego. No obstante, el verdadero problema no es éste ni tampoco la falta de seguridad jurídica o la confianza, el meollo del asunto es que la economía colaborativa es una ola imparable que reduce costos, explota nichos de oportunidad y multiplica la eficiencia, al eliminar intermediarios y aprovechar las escalas masivas, además de redistribuir los beneficios de forma mucho más horizontal y resultar infinitamente más sostenible.

Ante este dilema, la mayor interrogante es qué modelo genera mayor impacto social en términos de riqueza y empleo, porque ése sí puede ser un argumento de peso para posicionarse, sobre todo hoy en día. Habrá que seguir con atención el curso de los acontecimientos. Como el río de Heráclito todo habrá cambiado en poco tiempo.