De todas las leyendas que rodean a Francisco Franco existen dos tan rigurosamente ciertas como útiles para describir la esencia de eso que, a algunos, aún nos enseñaron bajo el pomposo título de «el pensamiento político de Franco». La primera cuenta cómo el 6 de septiembre de 1958, ante el Ayuntamiento de A Coruña, tras la reunión del Consejo de Ministros que ponía fin al veraneo en el pazo de Meirás, el dictador autorizó al maestro Anta Seoane para que su coral cantase el himno gallego, «porque me gusta mucho», ante unas sorprendidas autoridades locales que no sabían si cuadrarse o mandar detener a alguien, hasta que el caudillo se levantó para escuchar marcialmente las notas compuestas por Pascual Veiga para el desafiante poema del bardo Eduardo Pondal, que remata avisando: «A nosa voz pregoa a redenzón da boa Nazón de Breogán».

La segunda explica cómo advertía seriamente a sus colaboradores cuando empezaba a deslizarse hacia aguas peligrosas por causa de alguna opinión tibia o un mal servicio: «Haga como yo y no se meta en política», les decía. Después ya no había más avisos. Lo siguiente sería el motorista con la destitución a la puerta de la casa del testarudo interfecto.

Aunque cueste admitirlo, enterrados en lo más profundo del corazón de nuestra cultura política yacen, vivos y coleando como entonces, ambos principios rectores: la política aún representa un peligro que conviene evitar por puro instinto de supervivencia y aún es fácil encontrar más franquistas que el mismísimo Franco, más felipistas que el mismo Felipe González, más aznaristas que el mismo José María Aznar y más pablistas que el propio Pablo Iglesias.

De todas las características identificadas por el gran politólogo Harold Lasswell como definitorias de un demócrata, Franco no cumplía ni una. No tenía una postura abierta al prójimo, le gustaba más imponer que compartir unos valores comunes, su visión del mundo era de orientación monovalorizada y le guiaba una profunda desconfianza hacia el prójimo.

Mesías omnipresentes

Esa manera de entender la política empapa a las personalidades más típicas de la política española, más propensa a los caudillos que a los líderes. Manuel Fraga y José María Aznar encajan como un guante en la tradición de candidatos-tipo. Ambos resultaban omnipresentes, pomposos, desconfiados y controladores. La izquierda española también tiene una querencia semejante por los mesías, pero lo asume con menos naturalidad y malgasta demasiado tiempo y esfuerzo en intentar disimularlo.

En nuestra cultura política lo mejor, lo más seguro, lo más sano y lo más inteligente siempre pasa por no meterse en política. En España la política continúa siendo tóxica, una desviación, un mal indeseado y un riesgo evitable. En esta visión perfectamente franquista la política no resuelve problemas, los crea. Cuando un problema se quiere catalogar como un asunto realmente relevante, pocas propuestas cosechan más aplausos que demandar públicamente su «despolitización». En España, cuando realmente se busca hacer las cosas bien y que duren, lo primero siempre pasa por echar fuera a la política y encargárselas a alguien con autoridad. La tolerancia hacia la corrupción también tiene mucho de subproducto de esta visión tóxica de la política que heredamos del franquismo.

Nos enerva la política pero valoramos el consenso. No porque estemos especialmente seguros de la bondad de las decisiones tomadas por acuerdo, sino porque nos aterran más el lío y la discrepancia. Sin embargo, paradójicamente, la cultura del pacto nos resulta profundamente extraña. En España gobernar es ganar y ganar es gobernar. Los acuerdos siempre se presentan basados sobre felonías y los pactos siempre ocultan derrotas. En nuestra visión castrense de la política, el único resultado realmente decente es la victoria. Todo lo demás supone una rendición y una traición, por ese orden. La discrepancia y el pluralismo nos ponen nerviosos y nos desconciertan, especialmente en el seno de las organizaciones políticas. Si la política es ganar, los partidos deberían actuar como ejércitos. No se votan las ofensivas en los ejércitos que ganan las batallas. En pocos lugares se castiga tanto como aquí la división interna de las fuerzas políticas.

Cultura del súbdito

La longevidad del corporativismo despótico franquista y la pervivencia de su visión paternalista y tutelar de los españoles explica que nuestra cultura política siga respondiendo a una mixtura entre las categorías que Gabriel Aldmond y Sidney Verba denominaron «cultura del participante» y «cultura del súbdito». Una parte nos vemos como ciudadanos que pueden estar conformes o disconformes con el sistema pero se definen como participantes activos en el funcionamiento de las instituciones y las decisiones públicas. Otros nos comportamos como súbditos conscientes de la existencia de una autoridad gubernativa que nos identifica o nos distancia y a la que evaluamos como ilegítima o legítima siempre desde una visión pasiva de su rol como ciudadanos.

Somos súbditos a quienes les está costando aprender a comportarse como lo hacen los ciudadanos en una cultura política de la participación. La crisis política e institucional que soportamos en estos momentos responde en buena medida a nuestra incapacidad para culminar este tránsito con la institucionalización de una orientación positiva hacia las infraestructuras democráticas, la aceptación de la existencia de un conjunto de normas de obligación cívica y la vigencia del compromiso por cumplirlas en una parte sustancial de la población.

Por casualidad

En España sigue habiendo demasiada gente segura de que la democracia ha funcionado por casualidad, no porque sea mejor que otros sistemas, y además que cualquier día puede dejar de hacerlo. A la mayoría nos gusta pensar que nadie tiene derecho a obligarnos a hacer nada que no queramos hacer y que lo más inteligente continúa siendo dejar que sean los otros quienes vayan cumpliendo con sus obligaciones cívicas mientras nosotros esperamos a que lo haga todo el mundo; empezando por algo tan prosaico como pagar impuestos.