A más de uno se le ponían los pelos de punta cuando la afición cantaba a capella el himno de su Real Zaragoza. La gente se levantó con las primeras notas y arriba bajaron el volumen, entendiendo pronto que era una tarde para que sonara la grada. La voz popular tomó un ritmo armónico, sin las disonancias propias de la pasión del momento, para cargar de sentimiento los segundos previos al comienzo del partido. En una de las esquinas del gol de Jerusalén se desgañitaba el numeroso público oscense para intentar compensar el ruido blanquillo. Apenas se les oyó en toda la tarde, pese a que no reblaron. Cuando toca día de fervor en La Romareda, no hay manera. Sí se puede, acabó el partido. Incluso un buen rato después aparecían unos cuantos futbolistas locales para celebrar con la muchachada del gol de la Feria que el gigante dormido está de vuelta.

Mucho antes, pasadas las cuatro de la tarde, miles de zaragocistas se habían arremolinado cerca de la entrada de vestuarios para recibir la llegada de su equipo en autocar. Fue de verdad impactante el momento. Tanta y tanta gente estirada en colores, tal estruendo coral, toda esa fogosidad, cómo no te voy a querer... Las bengalas de fondo, humo antiguo, completaron una escena insólita hoy en día. Cuando el autobús del equipo giró desde Isabel La Católica para recorrer los últimos metros, Papu enseñó el mundo visto desde el otro lado del cristal. Reinó el silencio entre exclamaciones de asombro de los futbolistas: «¡Buaaah! ¡Qué pasada! ¡Haaala!». Afuera, la gente anticipaba la fiesta que empieza. «Volveremos a Primera...», cantaban. El león, esta vez, no durmió la siesta.