"Cuando yo era joven y los quintos se iban a la mili, se celebraba un baile y por lo menos había 70 parejas jóvenes". Ahora ya no queda ninguna. Rafaela Polo tiene 81 años y conoce al detalle la historia de La Hoz de la Vieja, un pueblo de Teruel que ha pasado de tener un millar de habitantes a tener aproximadamente cincuenta.

Durante muchos años regentó la posada de la localidad, fue la primera en tener teléfono (le daba mucha pena no poder hablar con su marido mientras él viajaba con caballos) y también televisión. "Traer la antena nos costó 21.000 pesetas. Mi esposo, que era muy manitas, sacaba el televisor a la calle y las mujeres traían sus sillas para ver los toros. En el pueblo había muchísima gente y cuando alguien se casaba tomábamos chocolate con torta después de la misa y nos íbamos al baile. Éramos más pobres, pero muy felices", explica.

Las calles de La Hoz han sido testigos de cómo en las últimas décadas los jóvenes se marchaban a otras poblaciones más grandes para encontrar trabajos distintos a la agricultura o la minería o seguir estudiando. Junto con ellos, poco a poco desaparecieron también los comercios, las escuelas y los servicios médicos. "Antes había cinco tiendas, tres cafés, tres escuelas, médico y hasta veterinario. Ahora no hay nada", asegura Rafaela. Un doctor visita el municipio tres veces a la semana y el farmacéutico hace lo mismo. Un camión cargado de carne, pescado, congelados y yogures acude los jueves para abastecer las despensas y una furgoneta deja cada mañana el pan en casa de una vecina donde todos acuden a recogerlo.

Rosa Palomar es la encargada de repartir el pan y apuntar los encargos de los habitantes. Desde que nació, hace 67 años, ha vivido en La Hoz de la Vieja. "Antes había muchísima gente y en el pueblo había de todo, incluso un seminario", recuerda. Gloria Pérez admite que el pueblo cada vez "va a menos". "Los jóvenes se van a estudiar y no vuelven. Ahora está más bonito, pero más muerto", dice.

El cierre de las escuelas fue uno de los factores importantes en la despoblación. "A las doce de la mañana, tocaba el timbre del recreo y los chiquillos empezaban a correr y a jugar por todas las calles y las plazas", comenta Pilar. Ahora sólo se oyen gritos de niños en verano. Ella y su marido, Pedro Gascón, tuvieron que mudarse a Barcelona porque en La Hoz no había trabajo. "Viví aquí hasta los 35 años (ahora tiene 69), pero cuando vinieron los tractores me marché a trabajar a la fábrica de Seat de Barcelona porque aquí no había faena", indica Pedro. Le dió mucha pena marcharse, pero no tuvo otro remedio.

Las nuevas tecnologías trajeron muchas comodidades y ventajas, pero también inconvenientes. Mientras que antes la mayoría de vecinos de La Hoz se dedicaba a cultivar sus huertos, la llegada de los tractores y la nueva maquinaria hizo que mucha mano de obra resultase innecesaria. Según explican los vecinos, ahora, entre dos personas hacen toda la labor agrícola.

A pocos kilómetros de La Hoz se encuentra Maicas, un pueblo con seis habitantes en invierno y en el que al llegar solo se oye el murmullo del agua. Mercedes Yus tiene 73 años y tuvo que dejar su casa y trasladarse con su familia para poder trabajar. "Antes la vida estaba muy mal, el Estado no daba ayudas y trabajar con caballerías era muy duro", explica. Recuerda que cuando era niña no había radio ni televisión y el cartero leía en voz alta las noticias del periódico y todos escuchaban alrededor. También hacían bailes y las familias estaban muy unidas. Ahora, le da mucha pena la soledad que se respira en las calles.