El PP siempre se resistió a que Mariano Rajoy acudiese al juicio del caso Gürtel, llegando a criticar a los jueces de la Audiencia Nacional por haberse dejado «presionar», pero cuando ya no tuvo más remedio que aceptarlo, el líder del partido y los magistrados se mostraron, al menos, de acuerdo en una cosa. Su declaración como testigo es la primera de un presidente del Gobierno en democracia, pero al mismo tiempo, aunque parezca contradictorio, es algo «normal». A mediados de abril, cuando le preguntaron cómo afrontaba su comparecencia, Rajoy dijo: «Bueno, con absoluta normalidad. Iré encantado. Este es un acto de pura normalidad». Un mes más tarde, el propio tribunal argumentó en un auto que el testimonio suponía un «acto ciudadano que se enmarca en la normalidad democrática». Porque Rajoy, continuaba el escrito, «no comparece como presidente del Gobierno, sino como un ciudadano español».

Así que hay que ver lo ocurrido ayer en un desolado polígono de San Fernando de Henares, al este de Madrid, donde la Audiencia Nacional celebra sus macrojuicios, como algo «normal». Aunque no existan precedentes. Un jefe del Ejecutivo que busca entrar de incógnito en un tribunal. Manifestantes que no pueden ser fotografiados. Un despliegue policial digno de una cumbre de la OTAN. Todo «normal».

Las pegatinas grises sobre las alcantarillas cercanas al edificio, indicando que la Policía Nacional había inspeccionado los acueductos subterráneos para comprobar que no había ninguna bomba, son algo «normal». También lo es que más de 300 periodistas se desplazaran hasta aquí, con decenas de agentes vigilando un perímetro de seguridad amplísimo, de alrededor de cuatro hectáreas, que llegó incluso a impedir que se tomaran imágenes de otro acontecimiento «normal»: un escrache de unas 100 personas que pedía la ilegalización del PP a las puertas de la Audiencia Nacional.

Fotógrafos con varias décadas de experiencia comentaban que nunca les habían dificultado así su trabajo en plena calle. Los propios manifestantes, también sorprendidos, decidieron salir del cordón policial y acercarse a las cámaras. «¡Ladrooones, ladrooones!», gritaba Sonia Fernández, de 44 años y «víctima» de una hipoteca «fraudulenta», quien lucha para no ser desahuciada de su piso en Torres de la Alameda (Madrid). «Rajoy tiene mucho que ver en esto. Él es el presidente. Él ha rescatado a los bancos. ¿Normal? Aquí no hay nada normal», dijo Fernández.

El líder del PP ya llevaba una hora contestando preguntas, negando el cobro de sobresueldos y la existencia de una caja B elaborada por Luis Bárcenas, su antiguo tesorero. Rajoy, cuyo testimonio se basó en la idea de que él no se ocupaba jamás de las cuestiones económicas en su partido, había llegado al edificio poco antes de las 10 de la mañana. En lugar de entrar a pie, frente a los focos y escuchando los gritos de los manifestantes («¡no hay pan para tanto chorizo!», decían), el presidente prefirió hacer uso de una prerrogativa reservada a jueces, fiscales y demás miembros de los poderes del Estado. Otro gesto «normal»: entró directamente en coche, a través del garaje del edificio. Delante del vehículo de Rajoy iba otro. Se detuvo justo en la puerta y tapó casi por completo a las cámaras el ingreso del presidente del Gobierno.

Mientras tanto, a un par de manzanas de allí, Juan Carlos Mira, dueño del Mesón Carloss (sic), comentaba lo bien que le había venido a su negocio el testimonio del líder del PP. Las consumiciones se habían disparado. «Ojalá viniera Rajoy cada dos o tres días», dijo. Para él, todo esto, de principio a fin, era «extraordinario».