"Mis amigos ya no quieren venir, pero yo quiero seguir viviendo aquí. No me creían cuando les decía que en España no hay trabajo. Hay que venir para saber cómo es esto". Y. F. es un joven senegalés de 31 años que lleva casi cinco en Zaragoza. No tiene papeles, aunque solo le faltan seis meses para llevar empadronado en la capital aragonesa los cinco años que la ley considera prueba de arraigo, y eso le ha hecho sufrir un calvario cuyo final todavía no atisba. "Busco trabajo, ayuda para conseguirlo", insiste.

Y. F. --iniciales ficticias-- desembarcó en una playa canaria una tarde de septiembre del 2006, tras una dura travesía de nueve días en patera por el Atlántico: cincuenta personas apiñadas a bordo de una barcaza impulsada por dos motorcillos, sin techo ni paredes que les protegieran del sol ni del frío de la noche, alimentándose con arroz y pasta que cocinaban con un cámping-gas y racionando el agua. El pasaje costaba 130.000 francos CFA, lo que un senegalés medio con empleo --la tasa de paro ronda el 50%-- tarda tres meses en ganar y muchísimos más en ahorrar.

Expectativas

Y. F., que tras acabar sus estudios de árabe estuvo unos meses en Gambia buscándose la vida sin éxito, reunió el dinero y se embarcó con 25 años rumbo al paraíso que contaban que existía en el sur de una Europa que en aquella época cavaba con mano firme la tumba de su destartalado sistema económico. Dejó atrás a su madre y tres hermanos pequeños. No todos estaban de acuerdo con su viaje.

Los primeros españoles con los que contactó fueron los efectivos de la Guardia Civil y de la Cruz Roja que les socorrieron en la playa. "Nos ayudaron. Nos dieron agua y comida", explica. Saltó de la patera "muy cansado, casi enfermo". "Saltamos todos, hasta el patrón. Si tienes suerte, entras; si no, te devuelven", relata. Entró y se quedó. Pero la fortuna sigue dándole la espalda.

Pasó un mes detenido en el Centro de Internamiento de Extranjeros de Arona (Tenerife) antes de llegar a Sevilla, donde pasó una semana con una oenegé. Desde allí contactó con un amigo de un tío suyo residente en Zaragoza, a donde se trasladó en octubre del 2006. Vive con él y su familia --son seis-- en un pequeño piso. "El banco lo va a coger", explica, porque entre todos no pueden pagarse el techo.

Y. F., de carácter tranquilo y agradable, tiene una mirada vivaracha. Se la ha dado la calle, en la que se ha buscado la vida como ha podido pero sin cruzar al otro lado. "Antes vendía por los bares. La Policía nos fastidia mucho", explica. Lo ha dejado: la crisis ya no permite ni malvivir con el top manta.

Paro y caridad

Apenas ha trabajado en estos cinco años largos que lleva en España. "En la fruta, nunca; no he tenido suerte", cuenta. "Estuve quince días en una obra, pero sin papeles no puedes trabajar", añade. Está sin blanca, aunque algunos amigos le dan de vez en cuando algo de dinero.

En julio del año pasado estaba seguro de que iba a obtenerlos, pero el precontrato de trabajo que presentó en la Oficina de Extranjería para pedir los permisos de residencia y trabajo resultó ser falso. Había pagado por él 1.500 euros en dos plazos. "No hay otra forma de conseguirlo. Es muy difícil lograr una oferta de trabajo", anota.

Tiene ganas y también preparación: en los últimos tres años ha hecho un curso de fontanería, otro de informática y uno más de castellano. Se quedó en lista de espera en los que cursillos de formación que organizó el año pasado y este la fundación Federico Ozanan.

"La cosa es muy chunga si no tienes papeles. A veces tienes miedo aunque dispongas de ellos", dice. El llegó a ser detenido por eso en febrero del 2010. "Pasé una noche en el calabozo y dictaron una orden de expulsión", explica. No ha sido ejecutada y él está a un paso de superar la barrera temporal-administrativa del arraigo. "Ahora la vida es muy difícil, y si no tienes papeles todavía más", insiste.