La batalla del Ebro fue el último suspiro de la República. El preludio de la derrota final republicana frente a los golpistas del general Francisco Franco. Fue la batalla más larga, mortífera y cruenta de las libradas en la guerra civil. Un cuarto de millón de hombres combatieron en un espacio de 800 kilómetros cuadrados durante 115 largos y dramáticos días, del 25 de julio al 16 de noviembre de 1938.

Más de 25.000 soldados murieron y cerca de 70.000 resultaron heridos. Un auténtico infierno en el que se combatió cuerpo a cuerpo. Muchos de los supervivientes recordaron décadas después con voz trémula los gritos desgarradores de los heridos de muerte llamando a sus madres en el campo de batalla. Algunos eran chavales de 17 años, los de la Quinta del Biberón, nacidos en 1920, reclutados por el Ejército Popular a toda prisa para participar en la ofensiva.

Y es que en el verano de 1938 la situación de la República era más que preocupante. Las tropas franquistas habían conquistado Teruel y Castellón, aislando a Cataluña del resto del territorio republicano. Barcelona era la sede del Gobierno del socialista Juan Negrín y de la presidencia de la República, ocupada por Manuel Azaña.

Para revertir la situación, el jefe del Ejército Popular, el general Vicente Rojo, diseñó un plan audaz y de alto riesgo. Más de 130.000 hombres cruzarían el río Ebro desde Mequinenza, al norte, hasta Amposta, al sur, para arrebatar a los rebeldes las poblaciones de la orilla oeste.

El objetivo del golpe de fuerza era hacer retroceder al enemigo que estaba a tiro de cañón de Valencia-, reconectar Cataluña con el resto de territorio republicano, levantar la moral de la tropa y la de una población exhausta y, de paso, demostrar a las democracias europeas que la República todavía estaba viva. El principal valedor del plan era Negrín, no así Azaña, que siempre se mostró receloso.

En silencio y de noche

El éxito de la operación dependía del factor sorpresa. La ofensiva se puso en marcha el día de San Jaime, de madrugada. Los soldados de rojo salvaron el río en silencio y al amparo de la noche, apiñados en barcazas, mientras los pontoneros levantaban las pasarelas y los puentes para pasar después el material pesado.

El golpe dejó aturdido al enemigo. Una voz despertó al general franquista Juan Yagüe, responsable de la zona, al grito de: «¡Los rojos han pasado el río!». Los republicanos avanzaron rápido y en pocas horas reconquistaron gran parte de las poblaciones de la otra orilla y las sierras de Pàndols y Cavalls.

Todo sobre ruedas, excepto en Amposta, donde la operación fracasó. «Muchas unidades enemigas, incapaces de resistir nuestro violento ataque, han huido en desbandada», telegrafió un eufórico Negrín a Azaña al final de la jornada.

Pero el entusiasmo duró poco. Franco puso en marcha con rapidez toda su maquinaria de guerra, superior a la republicana. La aviación, con el apoyo de la Legión Cóndor nazi, sembró de fuego el campo de batalla. Arrasó entero el pueblo de Corbera del Ebro, la plaza más avanzada de las fuerzas republicanas que intentaron sin éxito tomar Gandesa.

Una semana después de empezar la ofensiva, el Ejército Popular perdió la iniciativa. Los rebeldes se reforzaron con unidades de choque de gran experiencia. La batalla se enquistó. Un escenario ideal para Franco, amante de la guerra de desgaste, la que le permitía cumplir su máxima militar: no hay victoria sin la aniquilación total del enemigo.

Negrín mantuvo su estrategia de resistir con la esperanza de que la belicosidad de Adolf Hitler arrastrara a Europa a una nueva guerra mundial, lo que forzaría a los gobiernos del Londres y París a aliarse sin vacilaciones con la República para luchar juntos contra el fascismo.

Pero la firma a finales del mes de septiembre del pacto de Múnich, entre la Alemania nazi, la Italia fascista, el Reino Unido y Francia, acabó por hundir definitivamente a la República. Ese mismo mes abandonaron el campo de batalla las Brigadas Internacionales.

La resistencia en el Ebro duró apenas dos meses más. La última acción militar del Ejercito Popular fue la voladura de puente de Flix. «Los rojos se nos fueron de noche», alguien escribió en el parte de guerra de los golpistas.

El campo de batalla quedó sembrado de cadáveres y de toneladas de desechos de guerra, de cuya venta vivió la población de Tierra Alta durante años. Hay hijos y nietos que aún buscan a sus combatientes desaparecidos.