Observando el tema con relajo postveraniego, la verdad es que en Aragón se pasa bien. Los de aquí venimos arrastrando el tópico de que habitamos un país pobre, un secarral irredento, una tierra olvidada. Pero la verdad es que nuestros niveles económicos son los propios del norte de España, que a su vez es lo mejor del sur de Europa; o sea, una cosa de calidad. Vivimos en Jauja... o casi.

Madrid, por ejemplo, es hoy un desasosiego político, un espacio abonado por la insidia, la paranoia, las teorías conspirativas e incluso la locura. Aquí, en cambio, celebramos debates regionales tan previsibles como inocuos, y el PP acaba de regresar cual oveja perdida al redil antitrasvasista. ¿Cabe mayor felicidad?

Les pongo un caso concreto: el impacto de la inmigración. Por doquier se alzan voces llenas de alarma, advertencias y despropósitos, ¡que nos invaden los cayucos! Pero si en Canarias, Madrid o Cataluña tiemblan y se pueblan de sensaciones xenófobas, en la Tierra Noble ni pestañeamos. Nosotros no somos tan flojos. Y por eso nuestro Marcelino pudo reiterar el otro día su orgulloso afán de que Aragón alcance los dos millones de habitantes en veinte años, objetivo sólo accesible si a los emigrados que ya viven entre nosotros se les suman otros cuatrocientos mil o más. Como si nada. Ésta es una tierra de asilo, está muy vacía y aquí caben todos. Ni racismo ni leches (ni políticas de integración, para qué molestarse). Somos el culmen de la solidaridad.

Tal vez algunos consideren que nuestra felicidad roza la pura inconsciencia. No sé. Es cierto que en cualquier otro lugar la detección de una plaga como la del mejillón cebra hubiese levantado enorme polvareda y tremenda alarma en la sociedad, mientras que en esta Zaragoza casi nadie se ha inmutado (empezando por el señor alcalde, que ya le va cogiendo el tranquillo). ¿Es esa calma una muestra de serenidad o de dejadez? Piensen lo que quieran. En Jauja somos muy liberales.