Hicieron fila, pero mereció la pena después de 30 años. Sobre todo, para aquellos con la suficiente memoria histórica como para recordar que hace tan solo seis años la Casa Soláns no era más que un caserón discreto y negruzco que servía de refugio a indigentes y yonkis. Todavía hoy, tras una compleja restauración artesanal, se ve en las baldosas de los salones las huellas de las hogueras que prendían para entrar en calor.

Son las huellas de la historia, igual que los rostros de escayola que rematan los marcos de las puertas de la entrada principal y que, según la documentación existente sobre el palacete, pertenecen a doña Rafaela Aísa, la mujer del harinero Juan Soláns que mandó construir la casa en el año 1918.

Esta señora fue, junto al personal de servicio, la única inquilina de la casa, puesto que su marido nunca llegó a habitarla en vida. Sí una vez muerto, porque el palacete se inauguró para celebrar allí el velatorio del empresario.

Este detalle, uno de los más morbosos de la historia de la Casa de los Azulejos (como era conocida en la época en que fue construida), hacía torcer el gesto de la cara a los más de 400 visitantes que, en solo tres horas, pudieron visitarla. Quedaron satisfechos con lo que vieron. Los suelos creados con baldosines que imitan el punto de cruz, los artesonados policromados de escayola en el techo, las gárgolas de la escalera y los azulejos de la fachada fueron los elementos decorativos más elogiados por los asistentes.

Aunque también hubo palabras de admiración para los ventanales que, en su día, recubrían las paredes con forma semiesférica que daban a las huertas y el antiguo Camino Real. Hoy, el aspecto del entorno es el de un barrio en expansión, con altos edificios caros y modernos alrededor, ni rastro de la vegetación que a principios del pasado siglo admiró la viuda de Soláns.

Una de las preguntas más repetidas por los visitantes fue la de cómo una joya de estas características pudo pasar tan desapercibida a la Administración, hasta el punto de alcanzar la ruina y salvarse por los pelos del derribo. Las guías contratadas por el ayuntamiento repetían la misma historia: "Ante la falta de descendencia de la señora Rafaela, el palacete pasó a manos de sus sobrinos, que acabaron vendiéndola a una inmobiliaria en la década de los setenta. El edificio se mantuvo cerrado y su deterioro fue progresivo hasta rozar la demolición".

Afortunadamente, con la llegada del nuevo milenio, se invirtió la suerte. En el año 2000, el Ayuntamiento de Zaragoza compró la casa. En el 2002, se catalogó como Bien de Interés Cultural y con la llegada del 2003 comenzó el proceso de remodelación integral del palacete, único en su estilo modernista de la ciudad.

La arquitecta responsable del proyecto ha sido la propia Jefa de Servicio del Patrimonio Cultural, Úrsula Heredia. Con mimo y muchas horas de trabajo artesanal de la empresa Gótico, la arquitecta ha cuidado hasta el más mínimo detalle. De hecho, las baldosas de las estancias en las que no se pudo recuperar el pavimento original se ha traído de una factoría específica de Túnez. Y para el remate de una cornisa exterior, la única pendiente de acondicionamiento, se espera turno de un artesano concreto especialista.

Este pequeño arreglo estará listo para cuando se instale en la casa el Secretariado de Naciones Unidas para la Década del Agua, a lo largo del 2007. Los ciudadanos podrán visitarla hasta el 7 de octubre.