Se levantaron antes del alba. Antes de que las democracias occidentales advirtieran el peligro del fascismo, miles de hombres de todo el mundo se alzaron en armas para hacer frente al fantasma que recorría Europa y vinieron a España a combatirlo. No llegaron por la paga ni por obtener prebendas y, a cambio de su generosidad, la mayoría de los que sobrevivieron a la contienda sufrió persecución en sus países de origen. Todavía hoy, en Estados Unidos son considerados en muchos organismos oficiales algo muy parecido a terroristas.
Solo décadas después se reconoce en algunos lugares la contribución de los hombres y mujeres de las Brigadas Internacionales a la lucha por la libertad y por una sociedad más justa y solidaria. El pasado martes, un grupo de ellos, que sigue resistiendo al paso de la edad, recibió un homenaje en Zaragoza por parte de la Fundación Lola Soler Blánquez.
35.000 COMBATIENTES En el año 1936 fueron alrededor de 35.000 los combatientes que llegaron a España para defender la II República y hoy, cuando una parte mayoritaria de este país conviene en tributar agradecimiento a su memoria y recuperar su historia, ya solo quedan 250 vivos en todo el mundo.
Aunque la fecha oficial de la llegada de los primeros brigadistas a Barcelona es el 12 de octubre de 1936, en los frentes de batalla ya luchaban muchos voluntarios extranjeros que se encontraban en España cuando estalló la sublevación y que se unieron a los combates.
Casi todos los que viajaron esta semana a la capital aragonesa son comunistas, una circunstancia que ha servido a algunos historiadores revisionistas para intentar socavar sus méritos. Pero en aquella época solo la Komintern, la Tercera Internacional, dispuso de una organización para facilitar la llegada de voluntarios a España, y, aunque en menor número, también vinieron socialistas, anarquistas, troskistas o demócratas sin ninguna adscripción política.
Solo pusieron entonces una condición, querían luchar en primera línea. Muchos españoles les tomaron por locos que venían a morir por una causa que les era ajena. Pero se equivocaban, esta causa también era la suya.
El francés Theo Francos, de 92 años y residente en Bayona, que mamó la revolución desde los 12 años, ya había ayudado desde los primeros 30 a pasar la frontera a luchadores peninsulares, especialmente tras la revolución de Asturias. Recuerda que conoció en esas circunstancias "a José Díaz, al portugués Álvaro Cunhal y a mi amiga Pasionaria, que pasó tres veces. Vine para luchar por lo que había querido siempre, un mundo justo. Además, yo había nacido en España, en Valladolid, aunque mi familia no era de aquí". Fue comisario político en la Brigada Comuna de París.
Kurt Goldstein, también de 92 años y miembro de una familia acaudalada judía de la Cuenca del Ruhr, vino de Palestina "porque quería regresar a Alemania y sabía que la primera escala para hacerlo era luchando en España". Perteneció al Batallón Thaelmän.
La historia de los brigadistas, de los que murieron y de los que sobreviven, no está exenta de épica. Cuando la relatan puede pensarse que en su vida hay demasiada fantasía para una novela. Pero todos llevan sus credenciales en sus cicatrices. Pocos son los que no fueron heridos en combate alguna vez y muchos de ellos aún guardan en el cuerpo metralla o alguna bala que nunca se pudo extraer.
Los brigadistas que estuvieron la pasada semana en Zaragoza ya habían pasado tres días en Madrid y a la mañana siguiente viajaban a Barcelona. Pese al cansancio por su edad, los citados Francos y Goldstein recordaron una parte de su vida que, como piensan todos los brigadistas (no se conoce ningún caso de arrepentido), "mereció la pena vivirla".