Básicamente hay dos formas de imaginar cómo será la salida de esta crisis en la que nos han metido. Unos proponen ir más lejos todavía en la desregulación (a la postre, argumentan, las estafas y pufos financieros que hemos presenciado son sólo disfunciones ocasionales), reclaman la bajada de los impuestos para estimular la creación de riqueza en los nichos sociales más dinámicos, ofrecen sin complejos el empobrecimiento de los demás, exigen una explotación sin medida de los recursos naturales... y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Otros creen que se ha venido abajo el actual modelo y vamos hacia otro nuevo, más regulado, socialmente más equilibrado, más justo y más respetuoso con la naturaleza.

Los destroyers reaccionarios apenas exteriorizan algunas diferencias de matiz entre los que van a lo bestia y los que se manejan con cierto disimulo. Todos pretenden recuperar los recientes buenos tiempos del crecimiento sin límites ni escrúpulos; beneficios privados y pérdidas públicas.

Los partidarios del cambio de sistema andan bastante más confusos. Para empezar discrepan sobre si el modelo que ha hecho ¡catacrock! es el ultraconservador inventado por la parejita Thatcher-Reagan o más bien el capitalismo en su globalidad absoluta. Para continuar resulta que nadie tiene claro cómo afrontar ninguna de las dos posibilidades. Los socialdemócratas o liberales progresistas (sobre todo si están en los gobiernos) dicen que nada será igual, pero proponen medidas destinadas a perpetuar muchas de las prácticas (y de los personajes) que nos han llevado hasta aquí. Los más alternativos y radicales tal vez deseen sinceramente que este tinglado mercantilista e inhumano se hunda, mas no son capaces ni de esbozar apenas qué cosa habrá de sustituirlo.

Por eso hemos llegado a ese punto en el que la crisis se combate a través de quienes la provocaron y el Parlamento europeo ha llegado a votar (y rechazar) la jornada de 65 horas semanales. Que tal barbaridad haya llegado a suceder es para echarse a temblar.