Hace ya catorce años de mi primer encuentro con José Atarés en el salón de plenos municipal, con motivo de la constitución del ayuntamiento de Zaragoza surgido de las elecciones municipales de 1999. Él como teniente de alcalde, yo, como cabeza de la oposición. Los dos de Teruel, pero con el pensamiento y el corazón en Zaragoza.

Venía de lejos José Atarés, con un bagaje de ocho años previos de labor municipal, tanto en la oposición como en el gobierno. Sus 16 años en el Ayuntamiento de Zaragoza, desde un lado u otro del salón de plenos, como concejal y como alcalde, fueron un regalo para la ciudad y para quienes lo conocieron. Sus ideas y su capacidad de trabajo, acompañadas siempre de cercanía y respeto, de coherencia y de una innegable pasión por Zaragoza, combinadas con un velo de discreción y sencillez, me atraparon.

Seguramente por eso, más allá de nuestras posiciones políticas, supimos reconocernos y terminar teniéndonos no solamente un profundo afecto, sino una sincera amistad de la que nos congratulábamos en nuestros encuentros en Zaragoza, en el Senado y, últimamente también, en sus siempre cálidas visitas a mi despacho de la alcaldía donde hablábamos de tantas cosas...

Hombre cabal, respetuoso y sin dobleces, supo aunar, en su trayectoria municipal, la coherencia intelectual con la afabilidad con que celebraba las tareas cumplidas o admitía las decepciones.

Enemigo de las sectas ideológicas como hondo liberal que era, y amigo de la sensatez, asumió la idea de la Expo 2008 nada más llegar a la alcaldía en el año 2000 y permitió, iniciando su andadura, que el proyecto siguiera vigente hasta su impulso definitivo en la siguiente legislatura, con el resultado de la ciudad renovada que ahora disfrutamos y que él tanto amó.

Una parte significativa de las mejoras urbanas de esa época, fueron concebidas o impulsadas por el alcalde José Atarés.

Partidario de la rapidez pero enfrentado a las prisas, recordaré a José Atarés como un torrente de ideas que pugnaban por salir a través de su inconfundible y vertiginoso hablar, lo recordaré como un enamorado de su ciudad y como el más enamorado padre de sus hijos y de su familia.

Lo imagino en la terraza de un bar de su plaza de San Francisco como un anónimo pero reconocido vecino, reservando un pensamiento, también, para sus sueños de esta ciudad, sus proyectos, sus convecinos y lo imagino también, ahora que se ha ido, paseando por el paseo de la Independencia bajo esos tilos que el proyectó, unos árboles que nos evocan la alegría, la aceptación de lo que da la vida, la suavidad, la entrega y el sacrificio más o menos como era Pepe Atarés: un buen alcalde, pero sobre todo un hombre bueno, entregado a sus ideas, a la gente que él quería y a la ciudad de Zaragoza.

Así pues, murió el hombre, pero queda su ejemplo de político honesto y apasionado.

Su recuerdo perdurará en ese salón de plenos en el que tantas veces dejó oír su voz, perdurará en la memoria de quienes le conocieron de cerca y perdurará también, como decía el poeta, en la memoria silenciosa de Dios.