Titanes
JOSÉ MIGUEL Martínez Urtasun
¿Qué has estado en todos los estrellas Michelin aragoneses? ¡Vaya presupuesto! O, claro, ¡como a ti te invitarán! En absoluto, ni invitan a la prensa -ni a los inspectores de la guía, generalmente anónimos, sea dicho de paso-, ni cuesta un dispendio. Cualquier aficionado al fútbol se gasta más en su tribuna, que otro dedicado al noble placer del bien comer.
A la estrella se llega. Y aunque uno no comparta sus criterios, pues son los que están, pero no están todos los que son, es un importante reconocimiento, de gran valor mediático y sentimental, que distingue a establecimientos que se lo han ganado de largo.
Los aragoneses estrellados comparten una vocación por la cocina, buen producto, autóctono cuando se puede, bien elaborado, cuidada bodega; por el servicio, más allá de transportar platos; por el placer de la gastronomía.
Y si bien cada uno dentro de su filosofía ha optado por una orientación, ninguno se ha hecho rico gracias a este negocio. Los costes para mantener esos niveles profesionales son muy elevados, y aquí entran desde la formación hasta las copas, ese pescado recién llegado del mar o un exclusivo vino. Y los precios, al contrario que en el resto de Europa --y más con la crisis-- deben ajustarse al presupuesto de los, cada vez más exiguos, clientes. Pues no suelen hacer banquetes, han de estar abiertos venga uno solo --¿quizá un inspector?-- o aparezca un grupo de diez a las tres de la tarde y sin reserva.
De ahí el calificativo de titanes --extensible a otros no estrellados--, pues viven su trabajo como una vocación, casi obsesión y, probablemente, muchos días duden de haber elegido el camino correcto. Puede que ganaran más dinero con otra orientación, pero, sin duda, nos harían menos felices. Y esa es su recompensa, el placer que regalan a sus clientes. Si, además, les dan la estrella, mejor. Y si, finalmente, se consiguen cuadrar las cuentas son merecedores de nuestro ferviente aplauso. Pues la gastronomía también es patria, territorio y cultura. Nada menos.
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