"Gozad de la vida, que es poca cosa, esperando la muerte, que es nada". Eso es lo que nos recomendó Voltaire y estoy seguro de que este pensador ilustrado, irreverente, laico y anticlerical, contó siempre con la simpatía del profesor Antonio Aramayona (¿por qué será que prefiero la palabra maestro a profesor?) y de que los alumnos le escucharían hablar muchas veces en sus clases sobre la obra y la figura del francés. Más que como un volteriano veo a mi tocayo, sin embargo, como un gran estoico clásico, un “aprendiz de filósofo”, que es como se definió, guiado a lo largo de su vida por la razón y la virtud, poco interesado en los bienes de fortuna y las comodidades, dando siempre la mejor lección de todas, que es la del propio ejemplo.

Por mucho que sus amigos tengamos aún el nudo en la garganta después de recibir la (esperada) noticia que él mismo anticipó, queda el orgullo de haber conocido y estimado a un hombre como él, a alguien que decía lo que pensaba y hacía lo que decía. Que también asumió en todo momento las consecuencias, agradables o no, de sus pensamientos, sus palabras y sus actos. Y, el colmo de los colmos, que hizo todo eso sin darle importancia, como si fuera lo más natural del mundo… que es lo que debería ser pero, por desgracia, no es.

Me gustan y me emocionan de una manera especial las últimas y lúcidas palabras que nos regaló en el blog desde donde ha seguido ofreciéndonos su magisterio hasta el final. “Simplemente, ha llegado mi momento de morir. Ni demasiado pronto. Ni demasiado tarde. Es el momento justo de quedar abrazado a mi muerte libre, a esa muerte -como dice Nietzsche- que viene a mí porque yo quiero”. Impresiona ese apasionado y valiente ejercicio de libertad en el que Antonio Aramayona convirtió su vida hasta rematar con esta pirueta final para despedirse de ella. Y fue también un ejercicio responsable porque me atrevo a decir que esta, la responsabilidad, es la condición esencial para que la libertad alcance su máximo valor… pero él lo dijo mejor que yo: “He procurado a lo largo de mi vida que coincidieran lo que pienso, lo que quiero, lo que hago y lo que debo. Por eso he intentado también que mi vida haya sido digna, libre, valiosa y hermosa. Y así he querido también mi último hálito de vida: digno, libre, hermoso y valioso. Así he querido vivir y así he querido morir”.

Antonio quiso vivir y morir, también, comprometido con unos valores que muchos compartimos, con la lucha por la igualdad y contra los abusos de los poderosos, defendiendo siempre la causa de los desfavorecidos. Durante años, con artículos y libros, con las únicas armas que merece la pena usar -las palabras-, combatió la injusticia, insobornable y ajeno a la vanidad, creyendo en el poder de la razón contra la razón del poder. Y ni siquiera le detuvo en ese combate el penoso contratiempo de verse confinado en una silla de ruedas (la libertad existe para el hombre incluso si está encerrado en una prisión, como nos enseñó Miguel Hernández). Incluso se lo tomó con tan buen humor que se llamó a sí mismo perroflauta motorizado, se sumó a las protestas juveniles del 15M y, con su silla de ruedas a cuestas, tuvo el coraje y la paciencia gandhiana de apostarse durante veintitantos meses ante la consejería del Gobierno de Aragón para protestar por los recortes propinados a la Educación Pública y para defender la laicidad de la enseñanza. Pagó su osadía con varias sanciones y con un juicio penal que acabó absolviéndole.

Enumerar todas las organizaciones con las que colaboró, todas las causas (justas) que defendió, todos sus libros, todos sus trabajos en beneficio de la sociedad, sería una tarea tan ardua como imposible porque siempre me dejaría algo importante. Así que ha llegado el momento de la despedida y, para ello, elijo la expresión con la que encabezo este breve testimonio: Hasta siempre, Antonio. Porque no es un hasta luego, sino una despedida definitiva, y porque siempre estará en el recuerdo y el cariño de sus amigos y admiradores… inmortal de la única forma que se puede serlo.

Y, si empecé con una frase de Voltaire, me gustaría acabar con unos versos de Quevedo, a cuyas preguntas finales dio respuesta Antonio con su actitud a lo largo de la vida: No he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo. ¿No ha de haber un espíritu valiente? ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?