Mucho ha cambiado la sociedad y la política desde aquel bochornoso verano de 1993. Salvo la economía, que como ahora también iba mal a los de siempre, no existía la pulcra fiscalización de la actividad pública que hoy existe, y las comunidades de la mal llamada vía lenta estaban en plena construcción de su arquitectura institucional y competencial que tanto desarrollo ha traído y también ha servido como fructífera agencia para colocar a los tuyos y ser acicate de intereses partidistas. Entonces no existían las redes sociales ni los malditos bulos que intoxican y contaminan a la opinión pública, desacreditando la política honesta y alentando una planificada y peligrosa crispación. Intereses mediáticos, políticos y personales fueron la inspiración fundamental para escribir el triste capítulo que se vivió en la comunidad. Un guion que con los ojos de hoy no firmaría ni el peor autor de una opereta, por lo burdo de los personajes y los argumentos. Demasiado obsceno para ser verosímil.

Hoy, aquel lamentable episodio de la política aragonesa resultaría, por fortuna impensable. En 25 años se ha aprendido de los errores, se intenta desenmascarar a los oportunistas y muchos de aquellos personajes secundarios, no todos, viven apartados de la vida pública hasta el extremo de que parece que han desaparecido de la faz de la tierra.

Había antecedentes. Tristes antecedentes de transfuguismo que auparon de forma deshonrosa al poder al valenciano Eduardo Zaplana o al gallego Fernando González Laxe y posteriormente a la madrileña Esperanza Aguirre (no es casual que sean tres comunidades azotadas tradicionalmente por la corrupción política y los fenómenos especulativos). Se intentó acabar con judas, corrompidos y corruptores con un pacto antitransfuguismo que vio la luz en 1998, en principio solo para administraciones locales, y que ha funcionado a trancas y barrancas. Pero hoy, transcurrido un cuarto de siglo, todos los partidos repudian a esos siniestros personajes sin escrúpulos que sin motivación aparente cambian de posición política de forma repentina.

Otra consecuencia de aquellos años convulsos en la política aragonesa, en los que algunos casi consiguieron acabar con el prestigio milenario de las Cortes aragonesas, fue la conversión de una cualidad del ánimo y de la física en virtud política: la estabilidad. De ella presumieron hasta el hartazgo la dupla que gobernó Aragón de 1999 al 2011, Marcelino Iglesias-José Ángel Biel. Desde entonces, el plural arco parlamentario aragonés se ha ampliado aún más, ha aumentado considerablemente el autogobierno y por consiguiente el presupuesto, que se ha multiplicado por más de diez. Hay más herramientas de control y, quiero pensar, hay menos oportunidad para los que, en lugar de servir, se sirven de lo público por intereses espurios.

25 años. Toda una generación que hoy apenas conoce que hubo una vez que la política aragonesa parecía más un corral de comedias que un digno oficio. En este caso, no caben las nostalgias, salvo para recordar las glorias del gran Real Zaragoza que se gestaba y que todos éramos más jóvenes. Nada más. De aquella etapa política, lo mejor es correr un telón y rememorarlo como una anécdota histórica que pasó para no volver.