Lamentablemente, ni estos sucesos ni esta estadística son nuevas: desde el año 2018, la cifra de las personas que fallecen durante el cumplimiento de su condena en prisión se ha incrementado más que alarmantemente, a pesar de los programas penitenciarios de prevención de los suicidios y de la disminución de la población reclusa.

Salvo el año 2009, jamás se había superado la cifra de 200 muertes de internos en la prisión. Desde entonces, las frías estadísticas han demostrado que desde el año 2018, los óbitos crecieron en casi un 45%, al pasar de 147 fallecidos en el año 2017 a 210 en el 2018.

Las causas de estos fallecimientos abarcan desde las muertes naturales, sean en la prisión o en un hospital en donde ingresan desde la propia institución penitenciaria, los suicidios y/o las sobredosis de sustancias estupefacientes, sin olvidar los asesinatos a manos de otros presos.

Salvo las defunciones por motivos naturales, las restantes causas de muerte acreditan que la vida de las personas que cumplen condena no está garantizada dentro de nuestras prisiones.

Menos presos, más muertes

Lo más penoso de esta amarga estadística es que, desde el año 2012, el número de presos ingresados en las prisiones ha disminuido notoriamente,-en números redondos, desde los 68.000 hasta los 58.000 internos-, y sin embargo, de manera más que descarada y en sentido inverso, ha aumentado el número de reclusos fallecidos, que visto lo visto, y si no se le pone remedio, augura para este año 2020 que comienza un nuevo incremento, tan evitable por el Estado encargado de la custodia de los presos, como doloroso para los familiares de los mismos.

Hace casi 25 años, un preso afirmó en un foro de abogados que «las prisiones son la papelera de la sociedad». Hoy, dejando a la imaginación del lector, y partiendo de la veracidad de la afirmación, el adjetivo que, para las prisiones, considere adecuado, se hace necesario descubrir las razones por las cuales se produce esta injusta situación.

Para ello debemos preguntarnos si acaso se ha dotado a las prisiones, para incrementar el tratamiento médico de los penados, con el suficiente número de profesionales sanitarios, que además de los médicos generales y enfermeros incluya el de médicos psiquiatras y psicólogos, para tratar las enfermedades mentales que aquejan a un gran número de la población reclusa.

El propio modelo, en peligro

La cuestión planteada no es baladí, ya que las enfermerías de las prisiones se han convertido en improvisados sanatorios mentales, ante la escasez de camas hospitalarias penitenciarias (y generales) en los servicios de psiquiatría de todos nuestros hospitales.

Todo ello, sin olvidar el alarmante y gravísimo éxodo de los médicos de prisiones hacia la sanidad pública, en busca de un mejor salario, lo que ha obligado a modificar la asistencia sanitaria en las prisiones con carencias de servicios médicos, poniendo en peligro el propio modelo de la asistencia sanitaria en las mismas. La necesidad de médicos penitenciarios es más que evidente, existiendo plazas desiertas y quedando sin cubrir las bajas de estos funcionarios.

Las prisiones tienen dificultades más que graves para poder prestar a los internos la suficiente asistencia sanitaria, carecen de profesionales y, evidentemente, esa injusta situación puede y debe de ser considerada como una de las causas del incremento de defunciones.

Si la sociedad y su administración sanitaria todavía no han resuelto el problema de la asistencia psiquiátrica al común de los ciudadanos, imagínense el de las personas presas, que son remitidas directamente, en todo caso y desde todas las instancias, a los centros penitenciarios (donde al ser enfermos mentales no deben de estar) y donde trastornan la vida diaria de los demás reclusos, que pueden verse privados de recibir el adecuado tratamiento médico.

La presencia de estos enfermos mentales en prisión recrudece aún más si cabe la desidia administrativa para tratarlos. Las causas y/o las razones que causan este sonoro incremento de las muertes dentro de la prisión pueden y deben de encontrarse en el sistema sanitario carcelario y/o el propio sistema judicial.

Aproximadamente, el 50% de estas defunciones se producen por sobredosis de sustancias estupefacientes y suicidios, lo que carece de explicación porque estas causas deben de ser consideradas como más que evitables, afectando más que nada a la seguridad de los propios centros penitenciarios, que queda en entredicho, a pesar de los acreditados esfuerzos de los funcionarios de prisiones.

Aragón, por su parte, se mantuvo el año 2018 entre una de las comunidades más privilegiadas de España, por cuanto fallecieron cuatro presos: dos en el hospital y dos en la prisión, y el año 2019 se incrementó alarmantemente pues los fallecidos fueron diez en total, seis en los centros penitenciarios y cuatro en los hospitales.

Pésimos registros

Evidentemente, es bien cierto que habrá más muertes en las regiones donde hay más presos. Por eso Andalucía con algo más de tres mil internos es la comunidad autónoma que más muertes acusa en prisión, 77 fallecidos el año 2018, 37 más que en el año 2017.

Analizando este resultado según las distintas prisiones, resulta que los centros de Puerto Tres (Cádiz), Sevilla Uno y Dos (Sevilla) y Albolote (Granada), son los que lideran el luctuoso ránking con el mayor número de decesos de sus internos.

En Ceuta, con poco más de trescientos presos, no falleció ningún interno en el año 2017 aumentando en el 2018 a dos, al igual que Cantabria que duplicó de dos a cuatro los fallecidos del 2017 al 2018, frente a Navarra que en el mismo periodo no registró ningún deceso en su población, lo que nos lleva a cuestionarnos que es lo se hace distinto de unas prisiones a otras para que exista esta diferencia.

Si ya el año 2018 registró un doloroso y elevadísimo repunte que se ha confirmado el año 2019, el comienzo de este 2020 no puede ser peor (siete defunciones), y que nos lleva a afirmar que lamentablemente las prisiones no garantizan la vida de sus moradores, como están obligadas.

Algo habrá que hacer y desde luego mirar para otro lado, silenciando esta información, como viene haciendo, hasta ahora, la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, está más que comprobado que no sirve para nada.

Ni los ciudadanos, ni mucho menos los familiares de las personas condenadas a cumplir una pena de prisión, nos merecemos esta sangría llena de dolor que viola el más elemental de los derechos humanos, el derecho a la vida.