“Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así”. La frase con que Delibes inicia 'El Camino' se puede aplicar a muchas situaciones, pero no cabe duda de que se adapta perfectamente a lo que ha acontecido en los últimos doce meses. Ha pasado un año desde que nos vimos desbordados por la pandemia actual. Nuestro modo de vida y nuestras expectativas a corto y medio plazo han sufrido un castigo inesperado. Habíamos sufrido otras crisis sanitarias anteriormente, pero nuestra sociedad había eliminado de su memoria colectiva sus aspectos negativos. El ser humano tiene una capacidad innata para aprender, pero, también, una capacidad innata para olvidar selectivamente aquello que no está de acuerdo con sus intereses.

Del mismo modo que consideramos que la generación joven actual es la mejor preparada de nuestra historia, también hemos considerado que la sociedad globalizada actual es la mejor preparada, y que hemos demostrado una capacidad de desarrollo, progreso y recuperación que nos permitiría afrontar cualquier obstáculo. Sin embargo, no aplicaría la expresión “mejor preparada” a ambos casos. Lo que sí tenemos es una generación joven y una sociedad con los mejores recursos y las mejores oportunidades, pero ello no garantiza una mejor preparación. Esto último supone la capacidad para administrar y gestionar el esfuerzo y los recursos (materiales y no materiales) de forma eficaz, la ausencia de procrastinación e improvisación en nuestras decisiones y actuaciones, y la capacidad para asumir responsabilidad sobre nuestros actos o nuestras inacciones.

No es excusa

Amat victoria curam (Cátulo), la victoria favorece a los que se preparan. No hay mejor admonición para resumir lo acontecido. Está claro que las cosas han sucedido así, y que pocos imaginaban lo que iba a pasar. Pero no es excusa. ¿Qué habría pasado si los gestores competentes hubiesen considerado los diferentes escenarios posibles y hubiesen actuado según el principio de máxima precaución? ¿Y si no se hubiese improvisado continuamente y se hubiesen gestionado de forma eficaz los (pocos) recursos con que contamos? ¿Y si las decisiones se hubiesen tomado de acuerdo con la información disponible y bajo la asesoría de especialistas y expertos? ¿Y si se hubiesen asumido los errores a tiempo evitando una actitud soberbia y condescendiente? ¿Y si se hubiese antepuesto el interés general y el bien común a la estrategia y táctica política farragosa usual que sólo tiene como objetivo la persistencia y supervivencia de una clase política ineficaz? ¿Y si fuésemos capaces de mostrar respeto, solidaridad y empatía con nuestros vecinos, conocidos y no conocidos, y de aceptar compromisos sociales a largo plazo? Y, por último, ¿y si, al contrario que en otros países de nuestro entorno, no se hubiese reducido la financiación en Sanidad, Educación e Investigación?

Aunque la sociedad valora positivamente la actividad científica, le ha estado dando la espalda desde hace al menos doscientos años, pero de forma mucho más acusada en el pasado siglo. En el Renacimiento se inició la Revolución Científica, una cooperación entre poder político y Ciencia que empezó a dar sus frutos de forma paulatina y culminó en la Ilustración, con la creación de Colegios, Escuelas, Sociedades y Academias. Se entendió que la inversión en Ciencia tendría como resultado, tarde o temprano, desarrollos tecnológicos con un impacto positivo en diferentes ámbitos en la sociedad. Pero a partir del siglo XIX se inició una etapa de desafección del poder político hacia la Ciencia, de la que no entiendo bien sus causas, cuyas consecuencias se están experimentando en los últimos años. Si seguimos así, tarde o temprano llamaremos al diablo con dos tejas.