Hablando con propiedad, es la segunda vez que el divorcio ha sido legal entre nosotros. La primera fue cuando se aprobó la Ley de Divorcio de 2 de marzo de 1932 que fue considerada como la más progresista de Europa en su tiempo porque admitía el divorcio por mero consenso de los cónyuges. Pero el goce de ese derecho duró poco tiempo, ya que la ley fue derogada por otra ley franquista de 23 de septiembre de 1939 que, además de suprimir el divorcio del matrimonio, declaró nulos aquellos que se habían decretado en los años que estuvo en vigor la ley republicana. Y de esta manera volvimos al viejo Código Civil de 1889, que no solo no contemplaba el derecho al divorcio, sino que consideraba a las mujeres casadas personas incapaces, menores de edad, sometidas al poder del marido, a quien, literalmente, debían obediencia.

Como decía María Telo, prestigiosa jurista feminista que intervino en las reformas del Código Civil de 1975 y 1981, y entre ellas, en la Ley de Divorcio, «el Código Civil era el lugar sagrado, el arca santa donde se encerraba la esencia viva del patriarcado, la autoridad marital».

El siglo XX ha sido denominado, con justicia, el siglo de las mujeres, pero hay una diferencia importante entre la historia de las mujeres en España y las del resto del mundo occidental: mientras que estas últimas han construido un largo camino hacia la igualdad en medio siglo, desde que terminó la Segunda Guerra Mundial, las mujeres españolas hemos hecho este mismo camino en 25 años, con una diferencia de 30 años respecto a nuestras hermanas del mundo occidental.

La década de los años 70 hubo un activo movimiento feminista en España, de la que destaco tres reivindicaciones: el derecho al aborto, al divorcio y la igualdad dentro del matrimonio. Las tres se vieron cumplidas al menos en parte en la década de los 80, tras la entrada en vigor de la Constitución Española de 28 de diciembre de 1978, que supuso un revulsivo enorme para todo el ordenamiento jurídico, pues estaba fundamentado en unos principios (los fundamentales del Movimiento) que nada tenían que ver con los valores superiores de nuestra Carta Magna: la libertad, la igualdad, la Justicia y el pluralismo político.

Nada más aprobarse la Constitución y en un periodo de tiempo muy corto, se aprobaron dos leyes transcendentales para la igualdad entre mujeres y hombres en el ámbito de la familia que modificaron de principio a fin la parte del Código Civil que regula el Derecho de Familia.

En primer lugar, se aprobó la Ley 11/1981 de 13 de mayo, que introdujo la igualdad entre mujer y marido en sus relaciones personales, en la administración de los bienes del matrimonio y en el ejercicio de la patria potestad sobre los hijos e hijas; se pasó de una situación en la que todo el poder era del marido, a otra en la que todas las decisiones relevantes debían compartirse, consensuarse, y, si no es posible, es el Juez quien decide. Y en segundo lugar, a los dos meses de aprobarse la ley 11/1981, se aprobó la Ley 30/1981, de 7 de julio, la Fermina, que reintrodujo el divorcio.

Por segunda vez se instauró en España el derecho al divorcio del vínculo matrimonial, atribuyéndose el Estado la plena competencia sobre todas las clases de matrimonio, aunque su celebración fuera en forma religiosa, así como el conocimiento de los procedimientos de separación, divorcio y nulidad.

Estas dos leyes que transformaron de raíz el Derecho de Familia introduciendo en el mismo la igualdad entre marido y mujer, fueron conquistas del movimiento feminista pero también, y justo es reconocerlo, fueron un empeño personal del entonces ministro de Justicia, Fernández Ordóñez, de UCD, apoyado por Adolfo Suárez, resistiendo presiones enormes de la Iglesia Católica.

El divorcio que se reguló en el año 1981 exigía la concurrencia de causas para acceder al mismo y requería, igualmente, un periodo de separación previa de hecho o de derecho. Estos dos requisitos hacían difícil el libre ejercicio del derecho a no ser obligado/a a vivir con quien no se quiere o con quien te trata mal, por ejemplo y exigían la alegación y prueba de la concurrencia de causa legal para obtener primero la separación y posteriormente el divorcio.

Al comienzo de la vigencia de la Ley nos encontramos con algunos jueces que eran contrarios a la misma y dificultaban el divorcio, denegándolo por estimar que no se había probado suficientemente la concurrencia de una causa legal o incluso recuerdo una ocasión que un juez en Andalucía desestimó la demanda de divorcio por estar en desacuerdo con la ley. Poco a poco se normalizó su aplicación y se fueron suavizando los requisitos, consolidándose una jurisprudencia que entendió que el hecho de que ambos cónyuges estuvieran de acuerdo con el divorcio, aunque no con los efectos del mismo, era suficiente para entender que había causa.

Por esta razón, la ley conocida como de Zapatero 13/2005, de 1 de julio, que introdujo en nuestra legislación el derecho a contraer matrimonio entre personas del mismo sexo, suprimió los dos requisitos anteriores para acceder al divorcio: el de haber existido una separación previa y la necesidad de alegar y probar una causa. El divorcio pasó a ser un derecho de cada cónyuge a obtenerlo, aunque el otro no esté de acuerdo. Esto supuso una flexibilización (que no un divorcio exprés) y un abaratamiento de los costes para obtener el divorcio al suprimirse el paso judicial por la separación previa y sobre todo supuso una liberación importante el hecho de no tener que alegar y mucho menos probar los motivos que a cada persona le llevan a tomar tan difícil decisión.

He aprendido en muchos años de dedicación profesional al Derecho de Familia que nadie, nadie se divorcia de una manera frívola o irreflexiva. Es una de las decisiones más difíciles de la vida, sobre todo para quienes con cierta edad habíamos sido educados en el «juntos hasta que la muerte nos separe». Por eso, las reformas legales que facilitan el acceso me parecen oportunas y creo firmemente que la actitud de las personas que intervenimos profesionalmente, tiene que ser la de ayudar a resolver el problema y no incrementarlo, como algunas veces desgraciadamente ocurre.

La institución del divorcio es consustancial al matrimonio y es tan antigua como el mismo. La mayoría de las civilizaciones reconoció el divorcio vincular: Grecia, Roma lo admitió desde el S II; fue la Iglesia católica quien consideró indisoluble el matrimonio a partir del Concilio de Trento (1563) y ahí continúa. En Francia existe el divorcio desde el año 1796 hasta nuestros días, sin solución de continuidad. En España solo tiene 40 años, dejando a salvo el corto periodo de la segunda república, y es de esperar que nunca más se cuestione este derecho. El índice de matrimonios que terminan en divorcio ha ido aumentando con los años, a la vez que han ido aumentando otras formas de familia, fundamentalmente las uniones de hecho, actualmente más de 600.000, que también pasan por rupturas y procesos similares a los de divorcio en tanto en cuanto tienen hijos y/o bienes o deudas en común.

Cuando la ley entró en vigor en el año 1981, supuso una gran liberación y felicidad para muchas personas que durante años vivían separadas, pero sin poder construir otra familia de manera legal, pues no se podían divorciar. La Fermina vino, por fin, a reconocer ese derecho, que ejercitan una media anual de más de 100.000 matrimonios. ¡Bienvenida!