Constanza es colombiana y llegó hace cuatro años a España. Nunca pensó en que poco después, cuando comenzó a ganarse la vida como bien podía como empleada del hogar, acabaría siendo una víctima de la explotación laboral. En la casa, sus “jefes” la insultaban, la minusvaloraban y tenían tratos vejatorios hacia ella. “En pleno siglo XXI me hacían fregar el suelo de rodillas”, recuerda consternada.

Su contrato era de unas condiciones "muy mejorables", pero era la única forma de conseguir los requisitos para mantener su permiso de residencia en España. “Nadie se atreve a denunciar porque tenemos el temor de perder nuestro trabajo”, lamenta Constanza, que aceptó durante más de tres años la cruda e injusta realidad que le tocaba vivir. Asevera, además, que era "humillada" de forma constante.

Su marido, Brons Andrés, que se dedica a la construcción, cuenta que al ver la situación que enfrentaba Constanza sentía impotencia, rabia, dolor y tristeza. “Con dinero o sin dinero, somos seres humanos ante todo. Pero esto es lo que hay en la calle”, lamenta. “Ella venía llorando a casa porque la ‘debajeaban’, la pisoteaban y la humillaban. Le hacían pruebas para ver si sabía planchar o hacer una cama como si no hubiera visto jamás una”, señala, visiblemente afectado.

La situación se volvió insostenible en el confinamiento por la pandemia, cuando decidió denunciar tras buscar el apoyo legal del sindicato UGT. Constanza cuenta que iba a trabajar incluso cuando prohibieron a las asistentas salir de casa. Estaba "atemorizada", pero dio por fin el paso, a sabiendas de que se quedaría en una difícil situación al perder su empleo. Tenía una prueba irrefutable para demostrar las prácticas laborales a las que estaba sometida: la carta que le servía como salvoconducto, a todas luces falsa y sin ningún valor legal, que le habían extendido para que continuara yendo a la casa a trabajar.

"Me eché a temblar cuando vino el inspector de trabajo"

Un mes después, en noviembre del año pasado, un inspector de trabajo se personó en la vivienda donde Constanza trabajaba en régimen de explotación. “Me eché a temblar”, relata, ya que ella pensaba que “si ya me trataban mal cuando trabajaba para ellos, imagínate si estaban denunciados”. El inspector dejó un informe sobre lo que había encontrado en la casa: una trabajadora sin contrato; y el abogado que lleva su caso recomendó a Constanza que “por su integridad” no volviera a pasar por allí. Desde entonces, esta mujer sigue buscando trabajo para poder renovar su permiso de residencia.

Esta mujer achaca esta realidad explotadora más al clasismo que al racismo, dado que “hay españoles que también sufren esto”. Constanza deja claro que “no quiero que me vean como una víctima”, sino que el único fin de exponer su caso es que “los extranjeros que están en mi misma situación sepan que no están solos y pierdan el miedo para denunciar”. Y la puntilla la pone Brons Andrés, cuando dice que “a veces creen que uno por ser extranjero es un animal”. “A nosotros nos gusta vivir digna y decentemente, como a todos”, sentencia.