Los dibujos de María son uno de los bienes más codiciados en la Unidad de Atención a Víctimas con Discapacidad Intelectual (UAVDI) en Aragón. Todos los que pasan por allí quieren uno de esos retratos de flores, animales, personas o corazones que regala a los que llama «buenas gentes». «Bueno, los corazones son para Mariano, mi pareja», le dice María a Alejandro Aineto, uno de los psicólogos facilitadores de la unidad donde esta mujer de 45 años aprendió a identificar los signos de la violencia de género. «Y a mí, ¿cuándo me harás uno?», le pregunta el joven profesional, cariñoso. «Pues cuando tenga tiempo. Lo que te voy a regalar es un chupete, que no dejas de llorar», le vacila María, entre risas con Sara Flores, la otra psicóloga de la unidad.

Hace ya tres años que esa confianza se comenzó a forjar, cuando esta mujer zaragozana que hoy cuenta 45 años y tiene un 67% de discapacidad intelectual sufrió varios episodios de violencia de género que no supo evadir a tiempo. Su exmarido y padre biológico de sus dos hijos la agredía cuando estaba borracho. «Me robaba las tarjetas del banco para quitarme dinero», cuenta con entereza. Durante más de 20 años padeció y soportó todo, hasta que un día su hija, que también tiene certificado el mismo grado de discapacidad intelectual, le contó a María «como pudo» que su padre había intentado abusar sexualmente de ella. Tenía 11 años.

No perdieron un minuto. Fueron al hospital, donde los médicos iniciaron el protocolo de protección a las víctimas de violencia de género. A través de las Unidades de Atención a la Familia y Mujer (UFAM) de la Policía Nacional, María inicio los trámites para denunciar los abusos continuados. La Policía se puso en contacto con la UAVDI, entidad gestionada por Atades, que desde entonces trabaja con ella. Brisa, una de las trabajadoras de la unidad, se convirtió en su ángel de la guarda. Interpretó para ella el lenguaje jurídico y el calibre de la situación. Cuando su expareja la amenazaba tras saltarse la orden de alejamiento que se le había impuesto, ella era quien ayudaba a María. Y ella fue también, junto al resto de los profesionales de la unidad, quien trabajó con ella para poner tierra de por medio con relaciones como aquella.

El riesgo añadido que mujeres como María corren reside en la cronificación de la violencia. En la revictimización. María inició otro noviazgo en el que volvió a ser maltratada. «Me pegaba por la calle», recuerda. Pero ahí estaba Brisa y el resto del equipo, que volvieron a tenderle una mano para no entrara en la espiral.

Comenzaron a levantar barreras, fogatas de alerta para que episodios como aquellos no se reprodujeran. «María es ahora capaz de detectar cualquier situación que no le guste. No tolera que le falten al respeto y toma buenas decisiones», revela Alejandro Aineto, que pregunta a la mujer con las palabras exactas para desencadenar respuestas, sin intervenir en su discurso. «Una pareja es mala si el hombre maltrata a la mujer, le pega, le dice palabrotas», dice María, muy segura de sí, entre silencios. «Si me pasa lo mismo, hay que llamar a la Policía, al 091», resume. Lección aprendida, y «a quererse mucho con Mariano», que dice ella.

Manuel y su independencia

Una noche de domingo, cuando Manuel ya estaba durmiendo, su cuñado se despertó enfurecido, lo sacó a rastras de la cama y lo tundió a patadas en las costillas. Decidió en ese momento que se escapaba de la casa en la que vivía con su hermana desde que sus padres habían muerto hacía una década. Atrás dejaba una ristra de abusos de toda índole tanto a él como a su hermano, ambos con una discapacidad intelectual leve.

Manuel, acompañado por la psicóloga Sara Flores JAIME GALINDO

No habían sido días fáciles aquellos en los que Manuel se escapó. «Dormí dos noches en la calle a cuatro grados bajo cero y me eché a la carretera para llegar a Zaragoza», cuenta el hombre, de 48 años. Un cliente habitual del bar se lo encontró y lo llevó a urgencias del Servet, y un amigo lo acogió más tarde en su casa. Fue al regresar a su puesto de trabajo tras las vacaciones cuando su familia apareció allí. «Me decían que volviera con ellos, pero yo no quería. Le dije a la psicóloga: por favor, búscame algo que me han maltratado».

A través del Instituto Aragonés de Servicios Sociales (IASS) se inició el procedimiento para emitir una orden de protección. La Justicia autorizó al poco tiempo que Manuel y su hermano fueran trasladados a un piso de la entidad social Kairós, a la vez que se iniciaron los contactos con la Fundación Aragonesa Tutelar (Fundat) y con la UAVDI. En esta última, Yanira, su «hermana mayor», fue el bastón sobre el que se apoyó, la persona que le ayudó a cimentar su propio camino. Ella puso la primera piedra hacia el que hoy es su objetivo: «Independizarme».

En las conversaciones con los profesionales de la UAVDI comenzaron afloraron los detalles de los últimos tiempos. El cuñado de Manuel le había puesto como titular de varios vehículos y seguros que no utilizaba, por lo que le cargaba las multas o el impuesto de circulación a su cuenta bancaria. Sus ingresos llegaban de su trabajo de ocho horas diarias en una cadena de correajes y de una prestación por una incapacidad parcial. No se sumaba a tales cuantías las interminables jornadas laborales no remuneradas en el bar de sus parientes, que percibían además la curatela de ambos hermanos. «Me siento orgulloso de haberme escapado. Fui un valiente, porque otros no lo hubieran hecho por mí. Ahora tengo libertad», le subraya Manuel a Alejandro Aineto. «Es lo que tenías que hacer», le concede el profesional.

Cuando el encuentro acaba, los cuatro protagonistas no se van para casa. Marchan a tomar un café para ponerse al día, para contarse sobre sus vidas. En el aire queda una invitación para un festival de zumba y una constatación de la confianza forjada en el seno de la unidad. Una confianza que levanta barreras.