Hace un año creíamos que las navidades de 2020 serían únicas. Entendíamos que había que pasarlas manteniendo las distancias y con prevención constante. Hacíamos planes para 2021 con la seguridad de que volveríamos a la normalidad, y hoy, al igual que entonces, repetimos los mismos esquemas: mascarillas, distancia y miedo al contagio. Antes nos saludábamos con dos besos, ahora no sabemos cómo hacerlo... si darnos la mano, el puño, el codo o una palmada en la espalda.

La pandemia ha acelerado la distancia, la convivencia sin contacto humano. Aceleramos el paso cuando un conocido sin mascarilla puede retenerte en una conversación: esquivamos al vecino para no coincidir con él en el ascensor; nos sentimos incómodos en el interior de un bar y preferimos coger una pulmonía en la terraza antes que entrar. Es el efecto de casi dos años de virus. Cada día que pasa desconectamos de algo, perdemos contacto con nuestro mundo, interiorizamos más la situación mientras reducimos el círculo de amigos y conocidos.

La digitalización, el teletrabajo, el uso de las tarjetas, el bizum, las compras electrónicas, las consultas con el médico, hasta la elección del menú en un restaurante con el código QR aceleran los cambios de nuestra hábitat natural. Actividades todas sin contacto. El móvil ha pasado a ser nuestra única ventana de relación con el mundo, toda nuestra vida está en su memoria. Resulta curioso, pero el mayor castigo que se le puede dar a un adolescente hoy no es perder la propina, sino retenerle el móvil.

De pronto, hemos pasado de una sociedad con una profunda brecha digital a un mundo donde casi todo pasa por el uso de las nuevas tecnologías: sacar billetes, facturar maletas en los aeropuertos, relacionarte con el banco... Conseguirlo depende de la destreza de cada uno en estos menesteres, porque el contacto ha desaparecido y las máquinas han sustituido la relación humana. Nadie nos ha aleccionado de estos cambios, nadie nos explica sus consecuencias.

Habíamos avanzado mucho integrándolas en nuestras vidas, pero vivir conectados a ellas, y no a las personas, no ha sido nuestra elección, nos lo están imponiendo. Utilizar la pandemia para dar un salto de años a esta digitalización puede ser rentable, necesario para garantizar la distancia preventiva al virus, hasta productiva para numerosas actividades, pero sustituir nuestra socialización basada en el contacto y la relación por la soledad y el aislamiento puede tener otras consecuencias no previstas.

Sospecho que interactuar con una máquina para resolver problemas cotidianos como comprar billetes, hacer una consulta con la administración o reclamar el último recibo de la luz o el agua son cosas que se han quedado para siempre. Aunque la indefensión como consumidor y merma de nuestros derechos para hacer cualquier reclamación sea notorio, lo doy por descontado.

Pero el paso dado en estos meses para las atenciones médicas sin contacto, con visitas por teléfono, como consecuencia de la pandemia es un caso diferente y muy preocupante. La tentación de profundizar en este tipo de atención médica es mayor que la que hubo en el paraíso terrenal. Porque ahorra costes, y por mucho que los responsables políticos de Sanidad repitan que mantienen las plantillas, mienten. Están forzando guardias, rebajando horas de jornada, echando a decenas de rastreadores y usando casi un 40% de personal interino. Puede ser un sistema perverso si, como todo parece, tras la pandemia se evalúa que ha sido positivo y se continúa, porque la confianza del paciente es vital y eso no se consigue por una videoconferencia o una conversación telefónica. Se consigue con el trato personal, de forma presencial y sin intermediación tecnológica como sistema. Es un sistema que aísla todavía más a las personas mayores.