Han sido suficientes tan solo unos días del recién estrenado año para volver a ser testigos de una de las armas más peligrosas a las que se enfrenta hoy nuestra democracia: las campañas de desinformación masiva. El propio presidente Biden recordaba esta semana –cuando se ha cumplido un año del asalto al Capitolio–, que EEUU está hoy igual o más dividido que hace un año, que el 70% de los seguidores de Trump siguen creyendo que hubo fraude electoral y que las sucesivas campañas de bulos y mentiras han dañado gravemente a la democracia.

Emitir deliberadamente bulos, o tergiversar las declaraciones de un personaje público sacándolas de contexto con el fin de caricaturizar al mismo y emprender una campaña de desprestigio contra él consiguiendo así evitar algunos debates complejos o dañar una reputación no es un hecho nuevo, pero se ha ido amplificando exponencialmente con el impulso de las llamadas redes sociales. De hecho, cada vez que se abordan debates públicos que afectan a determinados intereses, o que resultan eficaces para desgastar al adversario, son utilizados una y otra vez con total impunidad por algunos líderes políticos, y determinados supuestos analistas y líderes de opinión. Estos mensajes acaban siendo reenviados una y mil veces por una ciudadanía poco dada a contrastar lo que le llega a través de las redes sociales, ignorando en muchas ocasiones que formamos parte de un sistema de algoritmos que nos ofrece insistentemente aquello que queremos leer sin alternativas que despierten nuestra más mínima conciencia crítica.

Algo de esto hemos vuelto a ver estos días con la polémica surgida tras la entrevista concedida por el ministro Garzón a un medio internacional. Más allá de la oportunidad temporal del debate, o de la importante discusión de fondo –la cantidad de ingesta de carne recomendada por la OMS y diferentes científicos como saludable y sostenible; la necesaria y urgente reducción de la contaminación, y la regulación de los modelos de explotación ganadera y sus límites de plena vigencia en la UE y en nuestro propio país donde diferentes CCAA y el Gobierno están regulando y limitando las llamadas macrogranjas–, resulta cuanto menos interesante analizar por qué la entrevista pasó desapercibida el día de su publicación.

Por qué resultó entonces poco atractivo el titular que apelaba a la necesidad de reducir (que no de dejar de comer) carne, y por qué se convirtió en trending topic unos días después, cuando una revista cercana a uno de los sectores afectados por el debate circula un extracto sacado de contexto y con un titular que no aparece en esos términos en la entrevista original, y es amplificada por portavoces políticos de la derecha española, convirtiéndose en una campaña no para abordar el debate de fondo, sino para desacreditar a un miembro del Gobierno, en la que acaban cayendo hasta los sectores más próximos al mismo.

Algo parecido habíamos visto en el pasado como consecuencia de la regulación del consumo de alcohol o de tabaco y otros muchos debates. Lo realmente inquietante es que en un momento trascendental en el que debemos abordar con urgencia una compleja transición ecológica capaz de transformar profundamente nuestros sectores productivos y patrones de consumo, tener en cuenta el difícil equilibro entre la España urbana y la vaciada y garantizar una economía verde y sostenible, vamos a necesitar más que nunca debates rigurosos, portavoces públicos claros que hilen fino, profesionales entregados a la noble tarea de informar, y toneladas de pedagogía y sensibilización, si queremos llegar a buen puerto, mostrando empatía con los sectores afectados y convenciendo a una ciudadanía inmersa en una guerra de información contradictoria cada día más difícil de clarificar.