En la actual situación, cuando la crisis de abuso de poder en su forma más execrable, los abusos sexuales, vuelve a abrir las portadas de muchos periódicos, recordar el bien, el mucho bien que la Iglesia ha hecho y hace, es de justicia para las personas que lo llevan a cabo. Son muy numerosas en todo el mundo y su buen hacer, su entrega sin límites hasta dar la vida en ocasiones, nos beneficia a todos. Esto no hay nadie que lo pueda rebatir y es justo admitir que la poca credibilidad que tenemos en este momento como Iglesia, se la debemos a esas personas.

Sin embargo, también hay personas que han llegado mucho más lejos al hacer cosas mal y han cometido delitos en la Iglesia. Es muy importante que citemos esa realidad por su nombre: delito. Solo siendo muy claros con el lenguaje seremos capaces de alcanzar a ver y a admitir la realidad a la que nos enfrentamos.

Hay heridas muy profundas en la Iglesia que solo saliendo a la luz podrán ser curadas, y tardarán más en ser perdonadas –y no todas lo serán– y eso es algo que tendremos que asumir y, sobre todo, no juzgar.

Porque la crisis del abuso de poder, manifestada de formas diversas: abuso espiritual, abuso de conciencia, abuso laboral, abuso psicológico, y su forma más abominable que son los abusos sexuales, no son fáciles de perdonar ni todas las víctimas llegarán a poder hacerlo. Algunas sí lo conseguirán, otras no. A esto, en buena medida, ayuda la pésima gestión de esta crisis en general, y la de la Iglesia de algunos países en particular, como es el caso de España.

La realidad es que los abusos sexuales se dan en todos los estamentos e instituciones de la sociedad y, ahí, también está la Iglesia, evidentemente. Sin embargo, eso es muy distinto a creer que solo en ella se dan los abusos. La mala gestión mediática de la situación por parte de la Iglesia y el poco deseo de la sociedad, en general, por afrontar una realidad que la afecta como evidencia de su propio derrumbe moral, ha impedido ver el problema desde la óptica correcta para poder, entre todos, terminar con él en todos los ámbitos.

La Iglesia creyó que el procedimiento avestruz, es decir, esconder la cabeza y esperar a que pasase la tormenta, iba a funcionar, cuando era tan tonto como negar la realidad y la evidencia. Pensó, y todavía lo hace, que utilizar la técnica del ventilador porque en otras instituciones pasaban y pasan los mismos delitos, se ha revelado infantil e insultante, especialmente para las víctimas y para cualquier persona con un mínimo de sensibilidad y vergüenza. Todo esto lo hizo porque se creía en el ojo del huracán, donde hay una gran tranquilidad ya que la tormenta gira fuera de él, sin darse cuenta que estaba en la tormenta perfecta donde todo sumaba en contra suya. Así, la idea de no hablar, de no investigar, de negar la evidencia, nos ha llevado a que sean otros quienes lleven la voz cantante en este tema en la parcela en la que le correspondía hacerlo a la Iglesia.

Es verdad que hay diócesis donde las voces de sus obispos se han pronunciado, más vale tarde que nunca, en la línea de abordar la investigación con instituciones ajenas a la Iglesia que garanticen la imparcialidad de la investigación. Son las menos, pero por algo se empieza y hay que reconocerlo.

En esta manera tan nefasta de abordar la crisis de los abusos todos somos responsables. Cuando hablamos de la Iglesia parece que siempre escurrimos el bulto señalando a la jerarquía que sí, tiene buena parte de la culpa en este asunto, sin embargo, también los laicos tenemos nuestra parcela de responsabilidad y no es poca. Porque, aunque nuestra actual estructura eclesial se dibuja más como eclesiástica, eso no impide que nosotros ejerzamos nuestra responsabilidad y, ahora que sabemos lo que ha pasado, nuestro silencio también es clamoroso.

Las víctimas buscan justicia; las víctimas buscan reparación (esto será más complicado); las víctimas buscan que se las escuche; las víctimas buscan contar lo que les pasó. No podemos olvidar que verbalizar aquello que traumatiza ayuda en el proceso de superación. Y la situación en la que se han encontrado y se encuentran esas víctimas sin ser escuchadas por quienes debían hacerlo, y sin sentirse respaldadas por quienes podríamos hacerlo, las sume en una revictimización que ahonda en la herida haciéndola más dolorosa.

Las personas podemos llegar a olvidar palabras y gestos que nos hirieron profundamente, pero nunca llegamos a olvidar la sensación que nos provocaron esas palabras y esos gestos. Cuando se habla con una víctima tampoco se puede olvidar la sensación de nausea que provoca su relato, ni la vergüenza que se siente por no haber hecho ya algo por ellas. Muchas veces he pensado que si las palabras y los gestos llegan a dejar una huella tan profunda, el silencio sobre lo acontecido tiene que herir como un cuchillo.

Muchas personas abandonan la Iglesia institución. Motivos no les faltan. De todos nosotros depende recrear la Iglesia refugio llamada a cuidar sin hacer distinciones, inclusiva en todos los sentidos, y, sobre todo, capaz de afrontar de los delitos y errores que haya cometido con el mismo interés que debe mostrar en crear estructuras que impidan que barbaridades como son los abusos vuelvan a suceder.