El Periódico de Aragón

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Jesús Jiménez Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación

Adiós a los ‘septiembres’, también en la Universidad de Zaragoza

Los alumnos no pierden una oportunidad, la tendrán en junio o julio, al final del curso académico. Como la tienen ya casi todas las universidades del país. Las más prestigiosas suprimieron estos exámenes hace años y por eso no han perdido calidad ni bajado puestos en los ránkings internacionales.

Un grupo de alumnos realizan un examen en la Universidad de Zaragoza.

Se acaban los septiembres. El próximo curso, en la Universidad de Zaragoza. Sí. Esas repescas de última hora para los suspendidos del curso anterior. No es que los estudiantes pierdan una segunda oportunidad. La tendrán en junio o julio. Como la tuvieron y la tienen ya en casi todas las universidades de nuestro país. Por cierto, las más prestigiosas los suprimieron hace años. Y, por suprimirlos, no han perdido calidad ni bajado puestos en los rankings internacionales.

Ahora los exámenes finales serán a final de curso. A mi entender, tiene sentido. Por tres razones, al menos, y complementarias.

Primero, para armonizar el calendario universitario con el resto de enseñanzas no universitarias. Las pruebas extraordinarias de bachillerato quedan en manos de las administraciones educativas (LOMLOE, art. 36.3). Pero lo cierto es que en la mayor parte de los territorios esa convocatoria se ha trasladado a junio. En consecuencia, adelantaron también al comienzo del verano las pruebas de acceso a sus universidades (Evau). ¿Tendríamos que seguir siendo aquí diferentes? ¿No es mejor equipararnos al resto de universidades?

Segundo, porque el cierre del curso antes del verano les reporta una serie de ventajas a los propios estudiantes. Una, para la adjudicación de las becas y ayudas al estudio. Las convocadas por el Ministerio de Educación y Formación Profesional (MEFP) se ha adelantado de septiembre a marzo (¡ya era hora!) y para su adjudicación es necesario el expediente completo del beneficiario; cuanto antes lo tenga, mejor. Dos, para la movilidad nacional e internacional. Las plazas de Erasmus, por ejemplo, se pueden copar por estudiantes procedentes de universidades españolas que ya suprimieron sus septiembres; los de nuestra universidad tenían que ir rogando a sus profesores que le adelantasen la nota para no quedar fuera de juego. Tres, para el acceso a otros estudios. Por ejemplo, a los másteres universitarios o a las prácticas de grado y de máster; la adjudicación de plazas se realiza antes del inicio del curso. Y cuatro, para ajustar el calendario escolar. Con las dos convocatorias distanciadas (junio y septiembre) se solapan dos cursos, lo que dificulta la matrícula total antes del inicio oficial de las clases; esperemos que ahora todo comience desde el primer día.

"Los exámenes de septiembre no solucionan casi nada. Según datos estadísticos, en alguna comunidad autónoma comprobaron que más de la mitad de sus alumnos que se examinaban entonces no llegaban a superar las asignaturas suspendidas en junio"

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Y tercero, porque tiene más consistencia pedagógica suprimir los septiembres que seguir empeñados en mantenerlos. Me parece lo más importante. Aunque hay quien preferiría que nada cambiase. Argumentan que es casi imposible intentar recuperar en dos o tres semanas finales de junio lo que no pudo aprobarse durante todo un curso. Pero hay muchos argumentos de carácter pedagógico que avalan cerrar el curso antes de las vacaciones de verano. El principal y de fondo: la evaluación continua, imposible si el final se pone en septiembre, dos meses después de acabado el curso. Además, no hay que echar en saco roto otros de logística. Por unas u otras causas, la movilidad del profesorado es muy alta, sobre todo en algunas facultades. Es bastante habitual que en los primeros días de septiembre todavía falten por asignar profesores y, en consecuencia, en muchos casos los nuevos se verían obligados a realizar unas pruebas extraordinarias a unos alumnos que no conocen y aprobarlos o suspenderlos con referencia a una programación docente en la que no participaron.

Los exámenes de septiembre no solucionan casi nada. Basándose en sus propios datos estadísticos, en alguna comunidad autónoma comprobaron que más de la mitad de sus alumnos que se examinaban entonces no llegaban a superar las asignaturas suspendidas en junio. Aun con un planteamiento tradicional de la evaluación, la eficacia de los septiembres era muy poca. Solo les venían muy bien a las academias. Pero mal a los estudiantes y a sus familias, que les dificultaba la conciliación durante el verano. Mal también al profesorado y al personal de administración y servicios. Así que administraciones educativas y universidades de su territorio los pasaron a final de curso.

Los exámenes de septiembre pudieran parecer un tema menor en la compleja estructura del sistema educativo, universitario y no universitario. No es así. Y mucho menos cuando están (o estaban) institucionalizados desde los boletines oficiales. Porque reflejan (reflejaban) una determinada manera (la más tradicional) de entender los procesos de enseñanza y aprendizaje y la organización escolar. En todos los niveles. También en el universitario. Incluso esconden (escondían) una cierta forma de concretar conceptos tan importantes como calidad y equidad.

Con una enseñanza basada casi exclusivamente en evaluaciones periódicas (y además de lápiz y papel) se queda en agua de borrajas todo aquello de la evaluación «continúa, formativa e integradora». ¿Dónde está la centralidad del estudiante a la que se hace referencia permanente en el Espacio Europeo de Educación Superior (EEES)? Si la superación de una asignatura e incluso la promoción de un curso a otro se hace depender de un examen final dos meses después de haber acabado las clases, se estaría cometiendo una grave injusticia al obligar al estudiante a jugarse todo a una carta como si fuese una oposición cuando solo compite consigo mismo. ¿No cuenta lo que ha hecho a lo largo de todo un curso? Colocar un examen aislado en septiembre otorga a un solo profesor de asignatura la responsabilidad exclusiva de la calificación de los alumnos examinados. ¿No habría que propiciar más el trabajo como equipo docente en los departamentos universitarios? Con un examen fuera del contexto del curso se pone en entredicho la utilidad real del sistema de apoyos y refuerzos durante los meses lectivos en una enseñanza más directa en las aulas universitarias, porque lo que, en definitiva, cuentan son los repasos que puedan recibir en verano quienes tienen recursos, pagándose clases particulares. ¿No habría que valorar más al profesor atento a la diversidad que utiliza habitualmente distintos procedimientos de evaluación para medir más justamente los conocimientos de sus estudiantes al tiempo que así evita, en lo posible, el fracaso y abandono de sus carreras universitarias?

Trasladar los septiembres a junio y julio supone (o debiera suponer) aprovechar la oportunidad para renovar las metodologías docentes en la universidad, implantar un sistema de evaluación competencial y continua y establecer los medios necesarios para que los estudiantes esforzados puedan alcanzar con éxito sus objetivos en los estudios universitarios. Algo que debiera hacerse a lo largo de todo el curso. Es decir, más atención personalizada, más equidad y más calidad. Y adiós a los septiembres.

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