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Dos usuarios del piso supervisado de Proyecto Hombre: "Hemos vuelto a vivir"

Flor lleva siete meses en la vivienda y está buscando un piso; y David solo uno y su primer objetivo es encontrar trabajo / Ambos se están preparando para su ‘independencia’

David, sentado, y Flor, en la ventana, en su piso.

David, sentado, y Flor, en la ventana, en su piso. / ANGEL DE CASTRO

Eva García

Eva García

A finales del año pasado cinco personas (cuatro hombres y una mujer) estrenaron un piso tras dejar la Comunidad Terapéutica Proyecto Hombre. Ellos lo pintaron, lo amueblaron, lo convirtieron en su casa, un piso de transición antes de volver a la vida fuera de la comunidad. «Es un salto a la vida diaria, que a veces puede convertirse en un precipicio», cuenta Juan Pablo, trabajador social, un tiempo que tienen para adaptarse «y no empezar de cero». Desde noviembre, han pasado por la vivienda siete personas. Ahora están tres (a la espera de nuevos compañeros), Flor, de 58 años; David, de 45, que durante unas horas han querido contar su historia y sus experiencias con las adicciones; y Álex, que no asiste porque ha encontrado un trabajo, el primer paso para la independencia. La media de estancia en ese piso supervisado es de seis meses y son los propios usuarios los que lo demandan, en el caso de que no tengan una red de apoyo tras salir de la Comunidad. 

Flor es vital, habladora y resuelta; a David le cuesta más, pero tampoco se esconde. Los dos tienen una vida anterior marcada por el alcohol y las drogas y un futuro alejado de ellos, con objetivos, con sueños, con piedras en el camino pero con una vida por delante, porque como repiten: «La vida empieza ahora».

David: «Aún me estoy adaptando a la vida fuera de la Comunidad»

Flor tiene 58 años y fue una de las primeras que entró en el piso supervisado. En este momento está buscando una vivienda y entonces comenzará su independencia. Cuenta que antes «no tenía vida». Ella tomaba drogas pero tuvo un accidente en el que murió su suegra; y ella y su hija estuvieron ingresadas. Como no podía moverse comenzó a «beber alcohol, a cualquier hora». Había pedido ayuda muchas veces, pero nunca había dado el paso de desintoxicarse, hasta que su hija un día le dijo: «Serás abuela pero tendrás que ver al niño conmigo», no sola. Ahí cambió su mente y entró en la Comunidad Terapéutica Proyecto Hombre (tras un año de espera) porque «no quería perderme ese momento». El camino no ha sido fácil, primero varios meses con otras cuarenta personas que «vamos como motos» y que te ayudan a tener unas reglas, unas herramientas y unos conocimientos para luego aplicarlos fuera. 

David, en su habitación.

David, en su habitación. / ANGEL DE CASTRO

Ahora, «he vuelto a vivir, a tener ilusiones por cosas pequeñitas, preocupaciones por hacer amigos, como las de cualquiera», cuenta. Cuando se trasladó al piso, «me daba miedo hasta coger el bus, salir sola a la calle» y cuenta que «recordaba Zaragoza (vivía en un pueblo) de cuando venía a comprar sustancias», pero nada más.

Esta situación le ha servido también para recuperar a su familia, a su hermana que no le hablaba porque le decía que trataba mal a su madre. «No le pegaba, claro, pero sí que la trataba mal aunque yo no me daba cuenta»; y ahora habla con sus hermanas, con su madre... «Verla feliz es todo. Esta es mi nueva vida, me llena, mientras que antes solo me llenaba una cosa». El alcohol, las drogas... Ella empezó a tomarlas con 15 años, el alcohol llegó luego, tras el accidente porque «quería anestesiarme». Ahora sin embargo, tiene nuevas aficiones, va a la piscina a nadar, se ha apuntado como voluntaria y mira escaparates esperando el momento en el que su hija le haga abuela. «Le doy importancia a la vida, que antes no», cuenta con una sonrisa.

Flor: «Antes solo me llenaba una cosa, ahora valoro los pequeños detalles»

David también mezclaba drogas y alcohol, hasta que un día le dio un brote psicótico y pensaba que había perdido la cabeza. Pidió ayuda a la UASA (Unidad de atención y seguimiento a las adicciones), le derivaron al psiquiátrico y de ahí a la Comunidad. «Es raro porque no sabes qué va a ser de ti, te ves perdido pero ahí aprendes a controlar emociones, estados de ánimo y las ganas de consumir», cuenta. Reconoce que era muy reservado, no tenía contacto con su familia y «ahora hablo todos los días». Además, se está sacando el carnet de conducir, juega al pin pon y hace kung fu, va a museos, al teatro o a dar un paseo, a diferencia de su vida anterior que era solo «casa y bar, no hacía ni la comida». Ahora, cuenta, que como Flor, «he empezado a vivir». De hecho, está buscando trabajo, que le permita, cuando termine el proceso en el piso (lleva un mes), conseguir una independencia, aunque ahora «todavía me estoy adaptando a esta nueva vida». 

Flor está a punto de dejar el piso supervisado.

Flor está a punto de dejar el piso supervisado. / ANGEL DE CASTRO

Primero quiere superar esta meta para luego recuperar a su hijo. Los problemas con el alcohol le llevaron a la separación y a alejarse de ellos porque no tenía dinero para pagar un alquiler, así que se vino a un pueblo de Aragón donde su abuela tenía una casa, lugar donde tuvo el brote psicótico. «Ahora me doy cuenta de lo que he hecho», cuenta, por eso quiere «primero estar yo bien» para luego volver a tener contacto con su hijo, al que ha vuelto a pasar la pensión tras muchos años. Recuperarle, verle «me da fuerza».

Fin del trayecto

Asegura David que la convivencia en el piso es buena, igual que en la Comunidad, aunque «allí hay más gente y si no te llevas bien con alguien te alejas», algo que no sucede en una vivienda. Comparten tareas y obligaciones y llevan una vida como la de cualquiera. 

Saben que pronto separarán sus caminos porque «no es conveniente el contacto» una vez que dejen el piso. «Es adicto, como yo», dice Flor, y si ella tiene un día malo puede arrastrar al otro. «Estando en comunidad haces amistades pero sabes que estás destinado a que no sigan adelante», explica David, que reconoce que «da tristeza» pero saben que es así. Tampoco tendrán contacto con los educadores, aunque Flor tiene claro que si un día «necesita llamarles para pedir ayuda lo haría», cuenta.

Pero en su nuevo camino no estarán solos, ya que siguen teniendo contacto con psicólogos, con las UASAS. Tienen claro que en la sociedad el alcohol es algo común. Flor tenía miedo «la primera Navidad» y se quedó en Comunidad. David fue con su familia, pero estuvo con sus sobrinos y «pronto dejé la fiesta», continúa. Saben que han aprendido a «decir que no» y que pueden recaer. Pero ambos son conscientes de que tras el paso por la Comunidad, están ahora en un «trampolín» hacia una nueva vida en la calle.

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