La reciente pandemia nos ha enfrentado a nuestra vulnerabilidad. En nuestro primer mundo, autodenominado del bienestar aparecieron sus grietas y, sobre todo, nos hemos despertado de nuestra ingenuidad. Aun con todos los inconvenientes que le podamos encontrar, gozamos de un alto nivel en muchos aspectos, como la salud pública y la asistencia sanitaria. Estábamos tan acostumbrados que fue traumático retroceder a estrategias normales hace décadas, quizá siglos, como la cuarentena de países enteros. Y ahora nos encontramos, de nuevo, teniendo que hervir el agua antes de consumirla. ¿Qué ha pasado?
Cualquier científico dirá que no existe el «riesgo cero». Y aunque lo hemos oído siempre, en realidad no lo hemos asimilado. Tenemos una red generalizada de sistemas de tratamiento de agua potable y un ambicioso plan de depuradoras. Combatimos con eficacia la contaminación bacteriana y llevamos lustros bebiendo agua sin apenas problemas. Sin embargo, ahora nos encontramos con un parásito, resistente a los desinfectantes clorados (los que usamos de manera generalizada) que está alterando la vida ordinaria a los pies del Moncayo.
En los brotes de enfermedades transmitidas por agua o alimentos, generalmente no hay una causa única. Suelen concurrir varias circunstancias, deficiencias o errores en el proceso. Y en la mitad de los casos no suele conseguirse averiguar el origen último. Cryptosporidium, como ya han informado los medios, tiene su reservorio en personas y animales. Según las informaciones hasta ahora disponibles, parece probable que en el caso de Tarazona haya un origen animal. A partir de esa hipótesis, los mecanismos de transmisión concretos están por descubrir. La deducción indica que restos de origen animal o, mejor dicho, los parásitos de ese origen, han tenido que llegar, por algún medio, hasta las infraestructuras del abastecimiento, a través del río Queiles (de acuerdo con los análisis realizados). ¿Fenómenos meteorológicos extraordinarios? ¿prácticas ganaderas inadecuadas? ¿actuaciones incívicas? ¿fallos en el tratamiento del agua? Esa es la parte difícil de averiguar y, ¡ojo!, no debería considerarse un error o falta de acierto si, al final de las investigaciones, no se hallan todas las respuestas pues, como queda dicho, es normal en las series históricas que en el 50% de los brotes no se consiga determinar la causa última.
No hay que engañarse: hoy es Tarazona, pero pasado mañana puede ser cualquier otra localidad de nuestro país. De hecho, simultáneamente ha ocurrido un brote por la misma causa en Baena (aunque con cifras muchísimo menores). Los actuales sistemas de tratamiento del agua en la mayoría de los núcleos urbanos, por lo general, no están preparados para combatir este parásito. Porque no es habitual esta contaminación. Por lo tanto, casi cualquier localidad es susceptible de padecer un problema similar, si también allí se alinean varias circunstancias desfavorables.
Lo mismo que, tras la pandemia, muchos personajes relevantes dijeron aquello de "hemos aprendido mucho de esta situación", quizá el brote de Tarazona debería llevarnos a todos a retomar una actitud humilde de aprendizaje, búsqueda de errores o, simplemente, de limitaciones. Interiorizar el "propósito de enmienda" y, sobre todo, a partir de las conclusiones, empeñarnos en corregir las posibles equivocaciones o carencias. Eso tiene, sin embargo, una repercusión económica, que hemos de asumir todos según nuestro papel en la sociedad: desde los más altos responsables, normalizando las inversiones necesarias en los presupuestos, hasta los ciudadanos de a pie sabiendo aceptar la priorización que en esos presupuestos se deben hacer para beneficio común, si valoramos la salud. Los mecanismos para combatir los parásitos del agua no son baratos y, si queremos prevenir este tipo de situaciones, es necesario tomar decisiones y ser todos consecuentes con ellas. Si llega el caso, por ejemplo, no podemos exigir, una piscina en cada localidad, pero no hay que racanear con los gastos necesarios para mantener salubre y limpia su agua, y ya no digamos el agua de boca. Del mismo modo, habrá que invertir lo necesario para evitar que residuos de origen animal, con posibles agentes patógenos, puedan llegar a los cauces de los ríos, incluso en condiciones meteorológicas extraordinarias. Y esos gastos tienen que ser apoyados, y no torpedeados, por todos los ciudadanos y entidades sociales. En esta materia todos debemos, nunca mejor dicho, mojarnos si queremos prevenir. Por descontado, quienes trabajan con animales son los primeros llamados a cumplir las prácticas sanitarias con ellos y especialmente, con el vertido de sus residuos.
Claro, podrán decirme que no todos los Cryptosporidium tienen origen animal. Es verdad. Pero también es cierto que las transmisiones persona-persona suponen todos los años una cantidad ordinaria (no quiero decir ‘normal’) de criptosporidiosis, sobre todo infantil, con la que convivimos, y de la que sí sabemos su origen y mecanismo de transmisión. Y, afortunadamente, las podemos combatir con normas de higiene básicas, ampliamente conocidas y difundidas. Es decir, lo que más nos debe preocupar, en esta enfermedad, es evitar brotes masivos como el ocurrido a la sombra de la bellísima catedral de Santa María de la Huerta.
Así como es preciso asumir la realidad y ser todos consecuentes con ella, también se requiere mantener la calma y no dejarse llevar por interpretaciones apocalípticas. Llevamos siglos conviviendo con patógenos, que van emergiendo según las circunstancias de los tiempos. Y como ellos, nos debemos ir adaptando también nosotros (como se viene haciendo), para protegernos, ir elevando el nivel de salud de la población y la expectativa de vida en camino hacia ese bienestar, en el que, como conjunto, nos sentimos cómodos. Para eso, como individuos podemos (deberíamos) ser proactivos en asuntos de salud y siempre conscientes de nuestro lugar en la naturaleza, con sus ventajas y nuestras limitaciones.