RIADA CATASTRÓFICA

Crónica desde la zona cero | Los tiempos del barro

Una semana después de las inundaciones, los pueblos del sur de Valencia empiezan a ver despejadas sus calles. El avance es lento, el lodo se solidifica y complica la extracción del fango que todavía puebla los bajos y garajes de unos municipios donde la institución es la casa familiar y en la que nadie avisó de la riada que llegaba

Un joven vecino de Massanassa, mientras extraía mobiliario de su vivienda, inundada por el lodo.

Un joven vecino de Massanassa, mientras extraía mobiliario de su vivienda, inundada por el lodo. / Miguel Ángel Gracia

Marcos Calvo Lamana / Miguel Ángel Gracia

Massanassa | Catarroja (Valencia)

Valencia es una casa caída. No una vivienda, ni un piso, ni un apartamento. Es la casa arrasada por el barro, el álbum familiar ahogado por el lodo, el tocador, donde la abuela se acicalaba, desfigurado por el fango. La fotografía se repite en Catarroja, en Paiporta, en Alfafar o en Massanassa, donde el pueblo, como en el Pirineo aragonés, se organiza en torno a la casa. Un bajo compartido, un primer piso para los padres, y la segunda y la tercera planta, una para cada hijo. Cada puerta esconde gentes afables con los ojos hundidos tras una máscara de pintor, una señora rascando tierra de su ventanita o a la pequeña Durga escalando una montaña de ropa en el colegio Jaume I El conquistador. Solo así se comprende el extraño silencio con el que los vecinos se mueven estos días, lo que no quita que una interpelación directa saque una cortesía excepcional de sus adentros.

El barro tiene sus tiempos. Primero era una mezcolanza achocolatada que hundía el cuerpo hasta la rodilla. Los últimos días, bajo un calor levantino, ha comenzado a secarse, lo que obstruye cañerías, colectores y la red de alcantarillado. Para devolverlo a un estado líquido hace falta una ingente cantidad de agua, que devuelve a las calles una ola de fango imposible de canalizar para el dañado sistema municipal.

Lo remueven entre cincuenta voluntarios que forman una cadena de escobas en una calle de Paiporta para conducir un río de lodos hacia la alcantarilla. Allí se fragua un sentimiento de comunidad, un movimiento gremial como en la galera de Ben-Hur, una masa uniforme de solidaridad que llena el corazón.

Los vecinos de los pueblos lo agradecen en el alma, del mismo modo que reconocen la labor de los cuerpos profesionales que, a juicio de todos, llegaron tarde. Son miles de manos moviendo barro de forma desinteresada, ayudando a vaciar las casas inundadas, llevando para aquí y para allá ropa limpia, comida caliente y productos de limpieza. La mayor parte de ellos está mal equipado. Las botas de agua son artículos de lujo. Muchos se calzan zapatos de montaña y se atan bolsas de plástico para cubrirse las pantorrillas. En los últimos días se empiezan a ver equipos de protección blanco pandemia, pero los vecinos, que ya han perdido demasiado, llevan barro hasta la sien y pasan por alto esa proliferación de bacterias que germina bajo la sábana marrón.

Sin embargo, nadie sabe cómo expresar que esa ola de solidaridad está penosamente canalizada. «Muchas manos, mucho ánimo, pero es la imagen de la antieficacia. Lo que hacen 50 personas barriendo agua durante horas lo haríamos en minutos con una autobomba», reconocía Javier Rosado, vecino de Paiporta. Ese sentimiento también impera entre los profesionales de las emergencias, más pendientes de no atropellar a los jóvenes que, a la aventura y con la mejor de las intenciones, generan una sensación de gallinero entre sirenas y motores.

Los camiones militares y la maquinaria pesada surca a sus anchas las calles, con una mayor actividad si cabe de noche, donde la falta de alumbrado público marca un toque de queda. Así es como evitan las largas retenciones en las circunvalaciones de Valencia, que colapsan durante horas el acceso a los pueblos.

Y no es cierto que un hedor putrefacto invada las calles. Una semana después de la catástrofe, solo reina el olor a barro. Nada más que tierra y agua estancada que se mezcla con la lejía, una peste que se pega al núcleo de la amígdala y que, tiempo después de salir de la piel, se agarra al cerebro como un mal recuerdo.

El peor de los recuerdos es el del martes 29 de octubre. La noche de la tormenta podría haber sido una de tantas. Nadie les avisó. Los hijos del gigante Alfredo Sorrentino, mítico lateral izquierdo del CAI Balonmano Aragón, se hicieron los remolones para decorar el garaje con calabazas y calaveras por Halloween. «Cuando bajamos el agua nos llegaba por los tobillos. Cuando abrimos la puerta, por las rodillas. Si hubiéramos bajado diez minutos antes nos habría pillado dentro con la presión del agua bloqueando la puerta», contaba junto a su mujer, Verónica.

Es una cuestión incomprensible para quienes, como los aragoneses, están acostumbrados a unas riadas radicalmente distintas. El Ebro avisa, y los pueblos ribereños saben hasta cuántas horas disponen para evacuar lo que sea necesario cuando la cresta de la crecida pasa por Castejón. En Valencia todo fue cuestión de minutos. En Catarroja ni siquiera cayó una gota. Y la destrucción llegó bajando el cauce de un barranco traidor. Los vecinos hablan abiertamente de una situación de guerra. No hay bando rival al que culpar de la devastación. Solo al barro, que cubrió por igual a los vivos y a los muertos. 

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