La transición justa en Teruel, del humo de la térmica al humo de las promesas: "Está todo muerto"
Andorra se agarra a pequeños brotes de actividad mientras arrastra el hartazgo por las promesas incumplidas y grandes proyectos que aún no despegan

Elio de Vico, un italiano afincado en Andorra desde hace nueve años, en la plaza del Regallo de la villa minera. / Rubén Ruiz
Por las calles de Andorra aún se oyen las mismas frases que hace cinco años. Algunas son calcadas. «Esto está muerto», «no se ha hecho lo que se dijo», «prometieron mucho y no ha llegado nada». Desde el apagón definitivo de la central térmica de carbón en 2020, la sensación en el municipio turolense es la de un largo domingo por la tarde que se eterniza. Un tiempo suspendido entre el recuerdo de lo que fue y la esperanza en una futura reconversión industrial de la zona. Si es que llega.
La villa minera se agarra a pequeños brotes verdes mientras arrastra el cansancio por anuncios que se los lleva el viento y grandes proyectos que aún no despegan. A pie de calle, vecinos, extrabajadores y pequeños empresarios relatan con crudeza cómo se sostiene una comunidad cuando se apaga su motor principal. Del humo de la térmica se ha pasado al humo de las promesas incumplidas.
«El error fue desmantelar todo. Había carbón, había trabajo. Cerraron porque alguien no quería que siguiera», sostiene Elio De Vico, italiano de nacimiento y andorrano de corazón desde hace casi una década. Trabajó en una de las contratas de la térmica, luego en su demolición y llegó a montar una «auténtica» pizzería napolitana, que acabó traspasando por una baja médica. Hoy, a sus 63 años espera aun así que algún día «llegue algo bueno».

Monstse Cubero volvió hace tres años a Andorra. / RUBÉN RUIZ
Habla de los proyectos industriales de Endesa, que deberían empezar pronto a levantarse, pero se muestra escéptico, un estado de ánimo que es general en la localidad. «Esto está todo muerto. Hay promesas, pero hasta que no se cumplan, nadie se las cree. Y con razón», afirma. Como él, muchos se debaten entre la nostalgia de lo que fue Andorra, que hasta hace unos años era el municipio con el mayor nivel de renta por habitante, y la incredulidad de que pueda darse la vuelta a la situación y vuelvan quienes se marcharon.
El éxodo de población ha sido una constante en esta cuenca minera en las últimas dos décadas. Montse Cubero es una rara avis. Regresó a Andorra desde Zaragoza para abrir su propia oficina como agente de seguros independiente. Lleva tres años instalada en el municipio, pero no disimula su escepticismo. «Si soy realista, veo el futuro de Andorra muy negro. Sobre todo por el ánimo de la gente, que está muy decaído. Venimos de unos años muy malos y no se ve que las promesas se estén cumpliendo».
Alberto Avellán es otro luchador que rema contracorriente. Heredó el negocio familiar de imprenta que ha adaptado a los nuevos tiempos. Tiene 38 años, dos hijas pequeñas y claro lo que quiere: quedarse en Andorra, pero también deja claro su pesimismo. «Estamos como hace cinco años. Ni más ni menos. Se ven pequeños brotes verdes, pero nada parecido a lo que nos prometieron». Para él, la «propaganda» ha sido el gran lastre de una transición justa que «va muy lenta».
La memoria viva de Andorra se llama Rafael Pérez Galve. Tiene 93 años, nació en la casa donde aún vive y trabajó siete años en la mina antes de jubilarse. «En la térmica se ganaba bien. Ahora, hay menos dinero y se vive peor», sentencia. Ha visto cómo el pueblo se vacía. «Mucha gente se ha marchado. Y los que se han ido, no volverán», dice.

Rafale Pérez, de 93 años, hace unos días en Andorra. / RUBEN RUIZ
En Andorra, que ronda los 7.200 habitantes, la vida cotidiana transcurre a menor velocidad. Cinco años después, la villa minera sigue en el mismo cruce de caminos, esperando algo que lo cambie todo. Aunque el pesimismo es la nota dominante, en el fondo muchos mantienen la llama de la esperanza y confían en que algún día la localidad vuelva a brillar como en el pasado.
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