A fondo | El día de las ánimas
El mundo de lo digital también ha permeado los rituales de la muerte, el duelo y la supervivencia de la memoria

Varios zaragozanos, ayer, en el cementerio de Torrero en el Día de Todos los Santos / MIGUEL ANGEL GRACIA
Mariano Ibeas Gutiérrez - Instituto Aragonés de Antropología
Antes de que ni siquiera conociésemos de la existencia de los Estados Unidos, en el pueblo de mis padres, los niños de la escuela ya vaciábamos calabazas con figura de calavera, introducíamos dentro un cabo de vela y las colocábamos sobre las tapias de los huertos en el camino del cementerio al atardecer. Era casi un rito de paso, antes de la explotación comercial del Halloween o de los muertitos mejicanos, cuya difusión se ha hecho casi universal. Estábamos jugando sin saberlo con rituales de vida y muerte, y con fuego.
Es evidente que las cosas han cambiado. La gente por lo general, moría en casa, en su propia habitación, en su cama, rodeado de familiares o vecinos y la casa se convertía en el espacio de despedida. El hogar, que según la tradición se identificaba con la casa o familia en Aragón, era el lugar de morada y de memoria de los antepasados y donde todo el mundo identificaba al difunto; allí se realizaba parte del duelo de despedida.
Previamente se había realizado el toque a muerto con el sonido de las campanas de la iglesia y toques especializados que podían dar lugar a la identificación del finado, toques diferentes si el fallecido era un niño, por ejemplo, que se completaba con el paso de la información de boca a oreja entre los vecinos.
Durante el velatorio se realizaban tres coronas o rosarios en su propia casa, en esta escenificación de despedida, intervenía toda la comunidad; las plañideras o lloronas, interpretaban de una forma teatral un dolor compartido poniendo voz y escenificando ese dolor colectivo. Los niños participaban también de los rituales y no se les alejaba de la visión del cadáver, entendiendo que era una forma de aproximación a las verdades de la vida.
El duelo era público y estaba ritualizado. Toda la comunidad participaba, mostrando su apoyo emocional a la familia, con su presencia física en diferentes momentos del adiós, en la casa, en la iglesia o en el cementerio. El cuerpo se velaba día y noche, sin dejar en ningún momento en soledad a la persona difunta, la familia por su parte ofrecía algún tipo de alimento y bebida, pastas y bebidas de anís o similares, para mostrar su agradecimiento a quienes hacían acto de presencia a lo largo del velatorio. Las viudas y allegadas directas, las mujeres, teñían de negro apresuradamente alguno de sus vestidos y los hombres exhibían una cinta de color negro en la manga de la chaqueta.
En la actualidad, tanto la muerte como los ritos funerarios están normalizados; la mayoría de los fallecimientos se producen en el hospital y las empresas funerarias se encargan de casi todos los trámites, un velatorio, una ceremonia, un sepelio; inhumación o incineración, todo muy aséptico y muy controlado.
El muerto no vuelve a la casa, todo lo más si se encienden en un recipiente con agua y aceite unas lamparillas o mariposas de aceite, una por cada miembro fallecido de la familia o amigos cercanos, y se deja arder hasta su extinción en la tarde noche del día de Todos los santos a la madrugada de los Difuntos.
La familia guardaba el luto, escenificando durante un tiempo ese dolor latente, tanto a través del vestuario, e incluso, en algunos casos, se ponía una tela negra sobre el televisor. No estaba bien visto oír música, asistir a acontecimientos sociales, como fiestas, bailes, encuentros; incluso había gente que se recluía en casa durante un tiempo.
Los muertos se ocupaban de proteger y de favorecer a los vivos. De ahí el culto a los antepasados fallecidos. La religión con sus manifestaciones aportaba una forma ritualizada de despedida, comenzando por la extremaunción que se realizaba en el propio domicilio, e incluso, en la ciudad de Zaragoza, la protección bajo el manto de la Virgen del Pilar, aunque esto último ha quedado reducido a la famosa midas o medidas de la Virgen.
El segundo lugar de manifestación del duelo, para los fieles que recordaban a su vez a los fieles difuntos era, pues, la iglesia, a la que se acudía para el funeral o la misa correspondiente. Allí, en la misa dominical, se solían encender candelas en honor y en recuerdo de los muertos de la familia. Estas candelas elaboradas con cera virgen de abeja que se pegaba sobre una torcida o cabo de algodón y se enrollaban en un trozo de madera o palmatoria, permanecían encendidas durante la misa en los hacheros y en la misma se recordaban por parte del oficiante los nombres de los últimos fallecidos.
La última parte de la despedida era el cementerio. Hoy con las prácticas de incineración ni siquiera esto último es habitual. Solo queda, como rito y costumbre, la visita anual a los cementerios, la limpieza previa de las lápidas o monumentos mortuorios, el renovado de las flores o la sustitución por flores de plástico más duraderas… y poco más. Quizás elegir dónde y cómo esparcir las cenizas sería el último de los rituales posibles en los tiempos que corren.
Para paliar el dolor emocional generado por la pérdida de un ser querido, en la actualidad se tiende a pedir apoyo a profesionales, tanto en el campo de la psicología, para tratar desde un punto de vista especializado como los servicios funerarios, para establecer apariencia, tipo de féretro, coronas, embalsamado o incluso maquillaje funerario, todo ello con el máximo rigor técnico sin descartar últimas voluntades caprichosas o extravagantes.
Todos los campos están abiertos, pero las necesidades del hombre son siempre las mismas y lo que no encuentra en la religión lo busca en la filosofía, por ejemplo.
El último de los lugares de culto podría ser también la calle y a veces eran los auroros, saludadores o rosarieros los que recorrían las calles de los pueblos, alumbrados por faroles, haciendo sonar con un ritmo determinado la campanilla, algunos informantes dicen que podían ser carracas, deteniéndose en lugares prefijados para realizar un canto monótono o rezar una oración por las ánimas benditas del purgatorio o por los fieles difuntos.
Y nos encontramos en el mundo digital, allí donde la calle se transforma en plaza pública y la local deviene universal. El mundo de lo digital también ha permeado los rituales de la muerte, el duelo y la supervivencia de la memoria.
Desde dos puntos distintos. Uno suele ser el borrado de la huella digital un empeño poco menos que imposible en un mundo interconectado. Otro suele ser el contrario; mejorar lo difícilmente o imposible de rectificar, y así se ocupan de lo que hemos llamado maquillaje, apariencia o si queremos actualizar el lenguaje: la postverdad.
Hay para todos los gustos.
No es el caso de la nuestra, pero en muchas culturas se ve la muerte como una etapa natural del ciclo de la vida y se asume de una manera más sencilla, a veces forzando la convivencia en los propios cementerios con ofrendas ritos, fiestas y celebraciones que buscan mantener la memoria viva como es el caso de las celebraciones de difuntos en México por ejemplo.
Cambian las formas; la presencia de la muerte, del duelo o de la memoria de los difuntos sigue presente en nuestras vidas. Vivimos momentos de ira, de culpa, de alegría e incluso de risa que debemos asumir sin que eso signifique necesariamente olvidar. Hay que asumir la pérdida sin dejarse encerrar atrapado en el dolor. Eso es muy fácil decirlo, me dirán.
Los fieles difuntos nos acompañan, porque la vida de los muertos está en la memoria de los vivos.
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