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Las lavanderas del Ebro: las manos que invisibilizó la ciudad

Las orillas del Ebro fueron escenario de un trabajo invisible, duro y esencial

La Balseta de San José

La Balseta de San José / ARCHIVO MUNICIPAL DE ZARAGOZA

Jorge Herrero

Jorge Herrero

Durante más de un siglo, las orillas del Ebro fueron escenario de un trabajo invisible, duro y esencial: el de las lavanderas. Mujeres que, desde mediados del siglo XIX hasta bien entrado el XX, lavaban la ropa de familias burguesas, conventos, hospitales y vecinos en general. Lo hacían al aire libre con las manos sumergidas en agua helada bajo el sol abrasador o la niebla tan típica de la ciudad en invierno. Sin contratos, sin derechos, sin reconocimiento… pero con una dignidad que hoy merece ser rescatada.

En una Zaragoza que se modernizaba lentamente, donde los lavaderos públicos eran escasos y muchas viviendas carecían de agua corriente, estas mujeres se convirtieron en el motor silencioso de la higiene urbana. Cargaban grandes cestas de ropa, frotaban con jabón casero, aclaraban en el río, escurrían a mano y tendían en los márgenes. Muchas vivían en barrios humildes como el Arrabal o San José, y comenzaban su jornada antes del amanecer.

El lavadero de La Balseta, en el barrio de San José, fue uno de los más emblemáticos. Allí se reunían decenas de mujeres cada día, formando una comunidad de trabajo y resistencia. No solo compartían jabón y agua: compartían historias, consejos, silencios y solidaridad. En esos espacios, el trabajo se mezclaba con la vida, y la precariedad con la sororidad.

Las lavanderas eran, en su mayoría, mujeres sin estudios, viudas, madres solteras o esposas de jornaleros. El oficio les permitía ganar unas pesetas, aunque fuera a costa de su salud. Las manos agrietadas, las enfermedades respiratorias y los dolores de espalda eran parte del precio. Pero también lo era el desprecio social: se las consideraba poco femeninas, ruidosas o molestas. Su trabajo era esencial, pero su presencia, incómoda.

A finales del siglo XIX, las ordenanzas municipales comenzaron a regular el uso del río para lavar ropa y se prohibió hacerlo en ciertos puntos del Ebro, esto impulsó la construcción de lavaderos públicos. Con la llegada del agua corriente, las lavadoras eléctricas y los servicios de lavandería, el oficio desapareció. Y tras la desaparición su memoria quedó enterrada bajo el asfalto, como tantas otras historias de mujeres que sostuvieron la ciudad sin aparecer en los libros.

En los últimos años las lavanderas del Ebro comienzan, por fin, a ocupar el lugar que merecen en la memoria urbana. Su historia sobrevive en fotografías antiguas, testimonios y en los homenajes que Zaragoza les ha rendido. En el Parque Bruil, la escultura de Ramón Causan (1996) representa a dos mujeres arrodilladas junto al agua. Y en el barrio de San José, donde tantas trabajaron en el lavadero de La Balseta, otra figura de bronce recuerda ese esfuerzo diario.

Aun así, su memoria sigue siendo discreta, casi íntima. Apenas aparecen en los libros escolares ni en los relatos oficiales de la gente importante, pero su legado late en cada trabajo invisible que sostiene la vida cotidiana.

Hoy, en un tiempo de sequías, crisis climática y debates sobre el uso del agua, su memoria adquiere un nuevo sentido. Ellas, que vivieron pegadas al Ebro, conocían mejor que nadie su fuerza, sus ciclos y sus peligros… sabían cuándo el agua era suficiente y cuándo no. En su relación con el río hay una lección que hoy parece urgente: el progreso solo tiene sentido si se construye en armonía con la tierra y con quienes la habitan.

También hay otra enseñanza, más humana y silenciosa. Las lavanderas trabajaban juntas, se ayudaban, se cuidaban. Lo hacían sin discursos vacíos ni carteles, pero con una sororidad práctica que anticipaba lo que hoy llamamos economía de los cuidados. En tiempos de individualismo y soledad urbana, su ejemplo recuerda que la comunidad no se decreta: se lava, se tiende y se comparte.

Ellas lavaban la ropa; otras siguen lavando heridas, cuidando, alimentando, sosteniendo. Cambian las herramientas, no la historia.

Las lavanderas del Ebro nos enseñan que el trabajo invisible es el que mantiene el mundo girando. Y que la igualdad empieza por recordar sus nombres.

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