Aún recuerdo aquel verano, ya algo lejano, en el que Michael Jackson y Bruce Springsteen fueron la estrellas de la programación española de conciertos estivales, y el tratamiento, muy distinto, que recibieron uno y otro por parte de articulistas, tertulianos y opinadores varios. Todos, en su ignorante ingenuidad frente al negocio musical, alabaron la autenticidad de Bruce, y denostaron la artificialidad de un Jackson del que los medios sensacionalistas ya destacaban más sus aclarados de piel que sus propuestas musicales. No supieron ver esos hilvanadores de frases huecas que las reglas del espectáculo rigen para todos, y que solo cambia la manera en la que unos u otros las aplican.

Jackson, antes de que su creatividad y energía se secasen, demostró (no sólo con sus discos) ser un artista completo y brillante: quien haya visto alguno de los conciertos que dio en sus buenos tiempos sabe de la electricidad y el embrujo que desplegaba en escena. Luego, estaban su vida privada y sus excentricidades públicas que, lamentablemente, llegaron a eclipsar su talento artístico. Al margen de otras consideraciones, siempre he defendido su entusiasmo por los quirófanos de los brujos de la cirugía estética: Jackson fue el futuro hecho presente; el prototipo de mutante de los siglos venideros. Nunca se le ha perdonado esa osadía ni el hecho de ser (y ahí está su obra), siendo raro, uno de los grandes del pop. Fue un outsider dentro del mainstream. Una anomalía.