Llegaron como gente que viene a trabajar y no a lucirse; los seis contrabajistas afinaban en su rincón del escenario, ajenos a la gente que entraba en la sala. Y creaban en el aire un zumbido grave de abejas bajo las conversaciones y saludos de un público que durante dos horas permaneció quieto, como atornillado en su primera postura, como una foto fija.

La orquesta funcionó igual que un navío de una pieza, unánime en los fragores y en la calma. Mitsuko Uchida trabajó como una mecanógrafa curvada sobre la máquina para extraer al piano la levedad máxima. Simon Rattle en el estrado se hizo felizmente invisible. Y entre todos lograron un recital de limpieza, profundidad y sutileza unánime. El concierto de la Filarmónica de Berlín, anoche en la Mozart, enseña a oír como un acto del espíritu, y no como un mero fenómeno físico.

Era una apuesta arriesgada comenzar con Ligeti, un autor contemporáneo para los once minutos iniciales. Y arrancó la orquesta con un acorde disonante y caótico, como un oleaje de cuerdas en el que sobrenadaban los metales. Todo había comenzado libre, sin protocolos, como inician la jornada los obreros de una fábrica. Y había algo de fábrica en aquellos sonidos del compositor ruso, luego húngaro: fricciones de cintas rodantes y poleas, ese rumor de máquina.

Ahí se vio a quién teníamos delante en una velada histórica que quizá no vuelva en otros 70 años. Se escuchaban pájaros, pero no con ese trinar de flautas, sino con todo el cuerpo orquestal a la vez, en medio de fragores livianos de hojas o de agua por el bosque. Sonaban fricciones contemporáneas, juegos sincopados, volumenes como de tormenta, frases, insomnio en los árboles.

Y de repente, un golpe de timbal seco,y un rumoreo creciente, como un alboroto de cuerdas, el gong de pronto y un apagamiento sostenido en el aire. Como si quedara el bosque en silencio, pero de nuevo el ulular del viento y un revoleo de algo que regresa, que se acerca y se posa. Y luego, el pulmoneo, la respiración inquieta de mil seres, cantos en crecida sostenida hacia arriba, de toda la orquesta, hasta un choque de maderas final. El director se quedó con el brazo izquierdo posado en el aire y los aplausos sonaron casi groseros ante aquel despliegue de sutileza, de verdad sonora. Solo un silencio total y asombrado hubiera podido responder adecuadamente a aquello.

El piano da la entrada a la orquesta en el Concierto número 4 en Sol, en una secuencia de cuatro notas. Y sonaba Beethoven en su propia lengua, y la gente lo sentía brotar desde las manos orientales de la pianista. Eran acordes que dejan el alma quieta. Lo que en Ligeti eran siseos, reverberos, agitaciones discretas, aquí era claridad, vuelo libre, con el contracanto del piano pasando de puntillas. Toda la orquesta era un cuerpo arropando al piano, recogiendo y desarrollando sus frases. En el segundo tiempo Uchida fue trayendo a la orquesta entera hasta el umbral de lo audible, en un auditorio que ayer pasó la reválida con sobresaliente.